01/01/2024 Los sonidos de siempre

Esto es el rastro, señores

Vengan y anímense

Que aquí estamos nosotros

Somos Papá Noel

Le vendemos barato

Con el precio en inglés

Somos todo lo honrados

Que usted quiera creer…

Son algunas estrofas de la canción “Una, dos y tres” que hizo famosa Patxi Andion allá por el año setenta y tres y que los jóvenes canturreábamos de camino al rastro, cuando no teníamos otra cosa mejor que hacer los domingos por la mañana.

No había vuelto a visitar ninguno desde entonces, pero el pasado fin de semana, con la disculpa de necesitar con urgencia unas pilas para la linterna, alguien me sugirió la posibilidad de acercarme hasta uno y, ayudándome de una aplicación de búsqueda, lo encontré a mediodía.

Estaba en una calle larga, a las afueras de la ciudad. Sobre ambas aceras se apelotonaban los diferentes puestos sin un centímetro de distancia entre ellos, como intentando que el viento helador no encontrara ningún resquicio. La calzada permanecía mojada por la lluvia de la noche anterior y era curioso apreciar cómo todos intentábamos sortear los charcos con pequeños saltos.

El primer espacio estaba ocupado por un anciano que vendía todo tipo de artículos de ferretería, ante el que nadie se detenía. En el siguiente tenderete, un joven con cara agitanada gritaba con reiteración: “No pase frio señora, cómpreme unos calcetines”. Tenía el frente abarrotado y no paraba de entregar bolsas al personal para que las llenara. Frente a él, en el suelo, un vendedor de tarjetas de memoria se desgañitaba: “Todo a un leuro, todo a un leuro”. Éso había que aprovecharlo, aún con el riesgo de que durase un suspiro. Donde más personas se juntaban era en el emplazamiento de una furgoneta, con el lateral abierto, que despachaba bocatas de panceta. Más adelante, dos chavales acababan de colocar un cartel en el centro del mostrador que rezaba: “Estamos de liquidación por jubilación”. Desde ahí hasta el final de la calle había un montón de chiringuitos con prendas de vestir. Entre ellos, uno me llamó la atención ante el reclamo de que sólo vendía ropa de marcas y, claro, eran polos de Lacoste con el cocodrilo más grande de lo habitual y con la boca cerrada.

Di media vuelta y me dirigí hacia la entrada mientras la afluencia aumentaba, hasta que entre sábanas de coralina, zapatos de piel de cocodrilo y boas australes y picaportes de todo tamaño y color, apareció el lugar de las pilas. “Todas a leuro y de larga duración”. A eso había ido y el recado estaba hecho. También cayeron unas zapatillas para casa y unos recambios para el cepillo de dientes eléctrico.

Antes de llegar al final -o al principio-, se sucedían una retahíla de tenderetes con ropa interior, en los que unas vendedoras gritonas parecían competir por demostrar quién ostentaba el tono más alto. Detenerse ante ellas y escucharlas era como asistir a un festival de despropósitos. Sin duda, la más escuchada, admirada y aclamada era una señora oronda, con un mandil amarillo chillón y un moño en punta tan grande como media cabeza, acompañada de dos ayudantes -que permanecían impasibles dos pasos tras ella-, y que con voz de vicetiple soltaba una y otra vez: “No salga sin bragas. Las tengo grandes para culos grandes, y mínimas para las horas íntimas”.

Han transcurrido muchos años entre la melodía de Patxi Andion y la visita del otro día; sin embargo, exceptuando ciertos artículos, puedo concluir que los mensajes, los intérpretes y los asistentes son similares. Ah, también comprobé, fijándome en todo lo que me rodeaba, que es el único lugar de la ciudad donde todos los sentidos están alerta.

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