Ocurrió la semana pasada. Paseaba con serenidad por la parte vieja de la ciudad, entre viandantes con excesivas prisas, y me llamó la atención el escaparate de una librería de viejo donde se apilaban varias colecciones de libros sin orden ni concierto. Más bien hacía pensar que alguien los había tirado como se lanzan las fichas en el juego de la rana.
El interior de la tienda no parecía familiar de la vitrina. Montañas de libros ordenados con corrección y pulcritud creaban un espacio adecuado para atraer a las personas que sienten atracción por el papel y la fragancia que desprenden.
Consulté docenas de volúmenes. Tenía claro que alguno debía llevarme, pero había tantos títulos llamativos y en cantidad, que suponía una tarea compleja. En una de las torres, cerca de la caja registradora del librero, sobresalía un libro pequeño que apenas tenía cien páginas. Me sorprendió el título: “La España negra de los cincuenta”. Presumía de hojas amarillentas y los típicos puntos oscuros que denotaban una humedad vertiginosa. Ojeé algunas páginas hasta dar con la última, en la cual había un índice que comencé a leer con entusiasmo. Al llegar al capítulo siete, su epígrafe decía: “El crimen del trapero”. Retrocedí hasta dicho apartado con la intención de comprobar si era lo que imaginaba y, efectivamente, nada más comenzar su lectura, la mente se me fue a aquellas comidas familiares en que las sobremesas eran aprovechadas por mi madre para narrarme historias de su niñez y juventud. Entre los múltiples testimonios estaba la semblanza del trapero zamorano. Continué leyendo y constatando que reflejaba, excepto mínimos detalles, la veracidad que había oído en multitud de ocasiones, entre sorbos de café. Siempre empezaba el relato del mismo modo:
«Era una mañana fría de invierno del año 1950. En un pequeño pueblo de la provincia de Zamora algo iba a trastocar los quehaceres habituales de sus moradores. Un tío de ella se disponía a alimentar a los animales domésticos cuando descubrió que en el centro del corral había un brazo humano, cortado de manera rudimentaria. Avisó a uno de sus vecinos, que pronto corrió la voz entre los residentes. Con el paso de los minutos, el pueblo era un clamor. En otro corral apareció una pierna. En el patio de otro familiar una cabeza. Durante la noche, alguien había esparcido los miembros desgajados de un cadáver por el pueblo. Se dio parte a la Guardia Civil, que para entonces ya había recibido la denuncia de la desaparición del trapero que ese día debía haber vendido su mercancía en otra localidad cercana. Todos los vecinos que encontraron algún resto en su propiedad fueron detenidos hasta aclarar todas las circunstancias. Les comentaron que cualquiera podía ser el asesino. Las pesquisas se centraron en buscar los restos del fiambre, para lo que registraron casi todas las casas, hasta dar con ellos del modo más inesperado. Era la última casa del pueblo en dirección a la capital. Una construcción similar a las que la rodeaban pero con una huerta bastante extensa. En una de sus esquinas un muladar desprendía un hedor insoportable y uno de los guardias se extrañó de que uno de los perros escarbara con violencia, por lo que decidió remover el estiércol hasta hallar el torso del trapero. Por supuesto, el dueño de la casa se declaró culpable, indicando que lo mató para robarle el dinero. Llevaba solo unas monedas»
El libro ya reposa en una de mis estanterías, junto a mis autores predilectos.