01/06/2023 Hay que sanear la mente

Estoy pasando unos días agradables en el sur: playa, piscina, lecturas, buenas viandas y algunos paseos ocupan casi todas las horas. Sin embargo, no puedo negar que estas últimas fechas ando algo preocupado a causa de algunos acontecimientos que me persiguen.

Hace un par de días, y tras untarme de protector solar hasta el culo—ante las amenazas de mi mujer—, comencé la caminata diaria hasta el final del paseo marítimo. El calor apretaba y moscas y moscardones hacían cabriolas en el aire. Mi cabeza, desde la frente hasta la coronilla se parecía cada vez más a una pista de aterrizaje que a otra cosa; por ello, los insectos se posaban en ella y se ponían hasta las trancas de protector que, para ellos, debía ser algo así como una tarta de nata con aromas refrescantes. Superado el ecuador del garbeo, un abejorro me acompañó durante unos segundos, sonando incesante a mi alrededor, hasta que se posó en mi frente. El golpe que me propiné hizo que los auriculares salieran despedidos y, al sentir un tenue cosquilleo en la palma de la mano me percaté de que un amasijo de alas, patas y algo negro y amarillo daba sus postreros movimientos. El golpe había sido eficaz y lo que me sorprendió fue que no mostré ningún tipo de aversión.

Más tarde fui de excursión hasta uno de esos parajes únicos que se perpetúan en la retina para los restos. El autobús que me recogió iba lleno de personas de avanzada edad, algunos con demasiados años a cuestas. En mi fila de asientos, pero a la derecha, iba un matrimonio de nonagenarios que se pasaron todo el viaje—ida y vuelta—durmiendo. Alguien nos recordó que era obligatorio colocarse el cinturón de seguridad y la mayoría lo hicimos. La señora que iba a mi lado lo intentó durante largo rato para acabar asegurando el reposabrazos, pues no atinaba con el anclaje. Le ayudé a ponerlo correctamente y me lo agradeció pero, a partir de entonces, cada vez que la miraba, la imaginaba en un coche accidentado, con la panza hacia arriba; con su cabeza apuntando al suelo, la mirada perdida en la nada y unos hilillos de sangre bajando por su cara. Muerta, claro.

Ese mismo día, cuando el cielo se tornaba rojizo, tomé asiento en una terraza de uno de los chiringuitos que pueblan el paseo playero, afamado por servir un excelente marisco que extraen de un enorme acuario que reposa sobre el mostrador. Como es mi costumbre, pedí un Martini rojo con doble rodaja de naranja y mientras esperaba a que el camarero me lo sirviera di un repaso a los correos electrónicos del día. Me trajo la bebida y, tras dar un sorbo, comprobé que no era lo que había solicitado. Lo llamé de nuevo y le expuse la queja, a lo que me respondió que no tenía Martini rojo, solo blanco. Tuvimos un leve rifirrafe, me levanté y me marché. El siguiente aguaducho estaba a continuación, pero antes de sentarme me volví y vi al camarero que no me sirvió bien dentro del acuario, inerte y siendo mordisqueado por un montón de nécoras y centollos. Se lo merecía.

Esa misma noche, subí a lo alto de la Torre Iberdrola con la esperanza de comprobar que podía volar como lo haría cualquier cigüeña de las que se ven en las torretas de alta tensión. Miré hacia abajo y no vi a nadie. Me lancé al vacío con los brazos estirados y cuando llegué al décimo piso me desperté. No volví a dormir y me puse manos a la obra con el propósito de sanear la mente, pues últimamente veía demasiados muertos.

Creo que lo mejor será irme una semana de vacaciones a un destino lejano. ¿No piensan lo mismo?

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