Era una de esas mañanas en que se agradecía estar en el aula. A través de los ventanales se veían las centellas alborotadas sin acertar a trazar una línea recta y, como no, llegaban acompañadas de enormes estruendos que interrumpían al profesor de Historia del Arte, quien había comentado en más de una ocasión que padecía astrafobia. A los alumnos nos producía risa ver como le temblaba la voz ante el micrófono y, si la tormenta se alargaba, acaba la clase antes de la hora y la mayoría aprovechaba para bajar a tomar un café.
Asistía al primer curso de la carrera y había hecho cuchipanda con Yosune, Edurne y Elena; una amistad inquebrantable que duró hasta el fin del ciclo. Nos sentábamos en la última fila, como los malos estudiantes, sin serlo. Éramos ciento sesenta por clase—ciento cincuenta y dos chicas y ocho chicos—. No me pregunten por qué esa diferencia, pues no lo sé. La carrera de Turismo siempre atrae más a las féminas que a los otros. Además, de aquellos ocho chavales, cinco llegaban rebotados de la facultad de Derecho.
Fue precisamente esa mañana cuando las compis me invitaron a ir con ellas hasta el despacho del jesuita que nos daba la clase de Deontología. Querían hablar con él para intentar que les excusase de asistir a sus clases y aprovechar ese tiempo para preparar otras materias. Por supuesto, todo era una trola. Acepté acompañarlas y Edurne me colgó del cuello un crucifijo de oro que pertenecía a su madre. Debía llevarlo de manera visible para que él lo viera y también me instaron a que no abriera la boca en ningún momento. Todo me parecía extraño hasta que comentaron que no íbamos a ser los primeros en intentarlo.
El despacho era diminuto y apenas podíamos movernos. Sólo habló Yosune, pero fue suficiente para convencerlo a cambio de que no se lo dijéramos a nadie más. Al parecer, en días anteriores, había tenido cola en el pasillo con la misma propuesta. Nunca pude imaginar la fuerza que podía tener un crucifijo hasta que lo comprobé, y fue una alegría, pues la asignatura era un verdadero tubo. Aquel jesuita me cayó bien, pero no volví a verlo hasta el día del examen final. El aprobado fue general.
Volvíamos a clase cuando aún se escuchaba el estrépito de la tormenta y, antes de acceder al aula, uno de los rebotados se paró ante mi y me extendió la mano. Las chicas no se detuvieron y quise intuir miradas despreciables hacia el joven. Se presentó diciendo que su nombre era Jacobo y, bajando la voz, me desveló—sin preguntarle nada—que había decidido pasarse a Turismo por las princesas. Ante mi expresión de ignorancia me recalcó que para él una princesa era una chica pija con un cuerpo envidiable y, por ello, ese era el mejor lugar para triunfar. Declaró que en su anterior facultad apenas había mujeres y las que había valían poco o nada. Ante mi extrañeza cambió de cuestión y, dándome un par de palmadas en la espalda, dijo que iba a ver al profe de religión para que le aprobara el curso sin asistir a clase. Aún no me había dado oportunidad de abrir la boca cuando me espetó que era misógino y había tenido algún problemilla con la delegada de su curso anterior. Tenía ganas de preguntarle qué coño hacía un pesado que odiaba a las mujeres en un lugar donde había casi veinte por cada hombre, pero no me dio opción porque continuó su marcha hacia el despacho.
En el siguiente curso ya no estaba allí. Uno de los primeros días lectivos lo comenté con las chicas y a todas les había tirado los tejos. Aún sigo sin entender a ese personaje ni nada de lo ocurrido.