Cuando contaba veinticinco años visité Celorio por primera vez y ya me impresionó. Desde que nacieron mis hijas lo tuve claro: sería mi segunda residencia, siempre que los quehaceres me lo permitieran. Durante los últimos treinta años, pocos fines de semana he dejado de ir.
Está en un enclave privilegiado y no es muy conocido, ya que las poblaciones que lo rodean son más grandes y tienen más renombre, lo que debo agradecer, pues nunca he experimentado esa sensación de agobio y saturación que he sentido en otras localidades costeras del sur o del este. Es más, si decido dar un paseo, por muy pequeño que sea, los saludos van y vienen por cada esquina. Es extraño ver caras nuevas, incluso en los meses en los que la población se multiplica por diez. Para que os hagáis a la idea de lo que explico, es común que en días de playa, apoyada en cada roca del arenal, día tras día, esté la misma persona, y así año tras año.
Allí no puedes decir que te gusta más la playa que la montaña o al revés, pues puedes pasear por sus calas al tiempo que levantas la mirada hacia la sierra del Cuera y el pico Mazucu en lo más alto. Todo en el mismo lote. También recuerdo que, una vez, al comienzo de la primavera, fui hasta el mirador de la playa Palombina en un día espectacular y pude disfrutar de las montañas extrañamente nevadas.
Puedo hablar de muchas cosas, todas hermosas, pero hay una que destaca sobre manera: “La Hoguera”. No se trata de una pira en la noche de San Juan —como muchos estaréis pensando—, sino de la plantación de un eucalipto pelado. Es una tradición ancestral que los celorianos mantienen viva y que, año tras año, congrega a más personas. Y todo a lo grande, como hay que hacer las cosas, pues hablamos de un árbol que suele rondar los cuarenta metros de altura y un peso de unos tres mil kilos. Lo levantan en el centro de la plaza, frente a la iglesia y el convento, en un agujero que previamente han horadado y donde estaba el del año precedente. Se ayudan de largas y fuertes maromas, además de la fuerza de los mozos. Desde primera hora de la tarde, hasta que definitivamente queda erguido, los lugareños, así como los veraneantes, animan con gritos y música a los entregados jóvenes. Al final, en lo alto ondean, junto a las últimas ramas, las banderas que saludarán durante todo un año a las personas que se acerquen.
Explicado así, pudiera parecer que estamos hablando de una sinsorgada, pero nada más lejos. Los que llegamos a sentirnos como parte de la localidad nos emocionamos al comprobar cómo el respeto de los espectadores está palpable en cada uno de los metros que, poco a poco, va tomando altura la hoguera. Allí permanecerá durante un año, sin moverse un centímetro, mientras en los bosques cercanos sus compañeros comenzarán una carrera para llegar a lo más alto y poder presumir de ser el protagonista en la plaza mayor del pueblo.