Cinco y media de la madrugada. Aún no ha amanecido y me levanto para ir al baño. Enciendo la luz blanca que hay sobre el espejo y algo llama mi atención: es un pequeño ciempiés doméstico que corre apresuradamente hacia los mínimos huecos que hay entre las tuberías que calientan el radiador. Intento aplastarlo con mis zapatillas silenciosas, pero es rapidísimo y lo único que logro es darme un golpe en la espinilla con el canto del bidé. Él desaparece por la oquedad y yo me vuelvo turulato buscando el Betadine por todas partes para aplicármelo en la herida. Al final, es mi compañera, que se ha despertado a causa del barullo, quien lo encuentra.
Me he propuesto acabar con el ciempiés, por lo que la noche siguiente activo la alarma del despertador. A las cinco en punto me avisa y entro en el servicio sin hacer ruido. En el instante en que enciendo la luz, veo como corre para refugiarse tras el inodoro. Pretendo despachurrarlo sin éxito. Es muy veloz el hijo puta y, cuando ve la posibilidad de llegar a sus dominios, se lanza y lo consigue. Estoy a punto de frenarlo, pero sólo recibo un topetazo en la cabeza contra la esquina del armario de las medicinas y, como hace tiempo que mi pelo decidió abandonarme y viajar a latitudes más bajas, ahora me cubro la brecha con un parche nada discreto. Me he comprado un sombrero—para ocultarla—como el de Indiana Jones.
La tercera noche consecutiva casi lo mato. Estoy a punto de machacarlo con varios pisotones seguidos, pero cada vez que levanto el pie sale como una flecha hacia su agujero y logra que pierda el equilibrio, yendo a parar contra la mampara de la ducha que, en vez de frenarme, se sale de su raíl. Ambos acabamos en el suelo; ella destrozada y yo con cortes en la mano que me ha servido de apoyo. A continuación, los vecinos de arriba y los de abajo, ante el estruendo, aporrean la puerta de entrada para comprobar que todo está en orden, y no queda más remedio que pasarlos al baño para que comprueben lo incomprensible. El montador ya me ha pasado el presupuesto del arreglo.
Hace dos noche que no visito el aseo, pero sé que está ahí, esperando volver a dejarme en ridículo, parapetado cerca de una zona oscura desde la que pueda coger carrerilla y esconderse allí donde no puedo acceder. Pero me he jurado que acabaré con él y tengo un plan para cumplirlo: voy a intentarlo un par de noches más con mis propios medios y, si aún así no lo elimino, le declararé la guerra química. He ido a visitar al ferretero del barrio y me ha explicado cuál es la solución más sencilla y rápida. «Este insecticida que ha salido nuevo hace poco acabará con todos los ciempiés que estén de okupas en tu casa». Lleva un producto químico que para los humanos es inofensivo pero para ellos es como si fuera gas pimienta. No volverán a molestarte y tu cuerpo no recibirá más agresiones. Afirmo con la cabeza y sonrío. Ya os contaré.