Si algún día vas hasta New York y te acercas a conocer Central Park, podrás comprobar, si te fijas en los troncos y ramas de los árboles, como los ojos del arte y la cultura te observan. Da igual que sean magnolios, tilos, arces, hayas o los vetustos olmos.
Aunque, pensándolo bien, quizá no deberías hacerme mucho caso. Últimamente estoy poseído por multitud de espasmos oníricos que me trasladan a lugares recónditos y me hacen ver cosas que no son verdad, a pesar de dudar si son ensoñaciones o situaciones cuasi reales.
Estoy sentado en uno de los bancos de la gran avenida del parque, compartiéndolo con una señora de mediana edad que lee uno de los periódicos locales, cerca de la plaza donde los jóvenes artistas de break dance acostumbran a hacer sus demostraciones, antes de las imponentes escaleras que descienden hasta el estanque donde los niños juegan con los barquitos teledirigidos. Es habitual que un enorme gentío abarrote estos parajes, coincidiendo con el momento en que el sol decide esconderse y la temperatura no es tan asfixiante, pero hoy, ignoro el motivo, estos paseos están casi vacíos. La señora se levanta y camina en dirección contraria a la plaza. La sigo con la mirada y veo que se cruza con un hombre alto, vestido de negro y luciendo un sombrero oscuro, que camina hacia donde estoy yo. Cuando llega a mi altura escucho que va canturreando algo que no entiendo. Me mira, levanta con destreza su fieltro y agacha levemente la cabeza en señal de saludo, sin dejar de caminar. Yo lo observo, sin palabras, y permanezco atónito. Es él, me digo. Es Leonard Cohen, mientras desaparece al entrar en la glorieta.
Frente a mí hay otro banco en el que se ha sentado un hombre al que no he visto llegar. Tiene media melena rubia y bien peinada que le cae por la frente cubriéndole parcialmente los ojos. Ha ocupado uno de los extremos y, si no se trata de un doble, sin duda es Andy Warhol. Tiene la mirada perdida y unas gafas que no le favorecen. Lo saludo agitando el brazo y sonriendo como si acabara de comerme un Tigretón, pero ni me mira ni cambia el rictus de su cara. Como no he dejado de atender a su desprecio, no he visto llegar a otras dos personas que se sientan a su lado e intercambian unos saludos que no alcanzo a escuchar. Me froto los ojos con ambos índices, pero no hay duda alguna. Es Arthur Miller con la frente despejada, una oscura pajarita sobre la camisa gris, sin trópicos pero con su inseparable rubia Monroe que va tocada con el mismo vestido blanco inmaculado con el que la conocí en el cine. Permanecía anonadado ante aquella imagen con aquellos personajes que reían sus gracias y que yo no oía por más atención que prestaba. De repente, el que faltaba. Con sus gafas redondas, media barba, una camiseta blanca donde se lee New York City en letras negras y una guitarra sobre su espalda. John Lennon se sienta en el único espacio libre del banco y entre todos comienzan una animada charla que no dura mucho. Unos minutos que parecen segundos.
Ante mi estupor y sin haberme dedicado una sola mirada, se levantan y se van, agarrados del brazo, en la misma dirección que Leonard Cohen. Al llegar al final de la alameda desaparecen y solo veo a cuatro ardillas trepando por el tronco de un árbol.