Son las doce de la mañana de un día canicular. Multitud de sombrillas adornan el arenal de una de las playas más extensas de Asturias. El proceloso mar se estrella, una y otra vez, contra las rocas que sobresalen por todas partes, salpicando a los asiduos veraneantes que retroceden algo molestos.
Como cada día, el socorrista macizo está colocando la bandera, hoy es amarilla, en lo alto de la escalera metálica, desde la que otea más allá de donde empiezan a formarse las olas. A continuación, procede a incrustar, en una de las entradas, el cartel cuadrado de “prohibido perros” en el arenal. De súbito, alguien que está acodado en la barandilla del paseo le grita que hay un perro en el agua. Él acude raudo hasta el lugar y comienza a hablar con el dueño del can—imagino que intentando convencerlo de que debe sacarlo de la playa—, que no está por la labor. Ante ellos comienzan a apelotonarse los bañistas que no tardan en mostrarse en favor del salvavidas, ante lo que el hombre decide coger el caniche en brazos y marcharse despotricando contra todos.
Está acotado el baño en tres sectores para evitar que la resaca genere problemas, por lo que clava en la arena varios estandartes de un rojo chillón que a cualquiera llama la atención, que es precisamente lo que pretende. No obstante, los nadadores se bañan sin preocuparse de nada y la marea los va arrastrando hacia las zonas más peligrosas. El socorrista les llama la atención a base de pitidos para que regresen a los márgenes asignados.
No ha parado un segundo desde que ha llegado y cuando parece que, al fin, puede sentarse un rato, una madre con un niño cojeando se le acerca y juntos van hasta la caseta para que aquel le aplique la cura necesaria sobre la herida del pie, que le ha producido un guijarro.
Cuando vuelven, nuestro héroe se sienta en su atalaya y disfruta de unos instantes de sosiego. Sólo unos segundos, pues un anciano con una gorra verde de la Caja Rural le señala las rocas más próximas, dentro de uno de los perímetros de prohibición, donde un joven de unos treinta años, cerca de donde rompen las olas, permanece sobre unos peñascos haciendo sudokus y trayéndole al pairo todo lo que pasa a su alrededor. El vigilante le advierte del peligro pero el hombre lo manda a la porra con desaire. De nuevo, se forman corrillos cerca del individuo intrépido que le invitan a que deponga su actitud, pero él no hace caso a nadie y continua rellenando los cuadritos en blanco. El socorrista saca de una bolsa hermética un walkie-talkie y habla largo rato con un coordinador. No han transcurrido diez minutos cuando aparece una pareja de la Guardia Civil que avanzan con paso cansino hasta donde se apelotona la gente. Al verlos, el intrépido joven intenta huir, con tan mala fortuna que resbala y cae, recibiendo múltiples arañazos por todo el cuerpo. Se lo llevan hasta el cuarto de socorro y los mirones nos quedamos con las ganas de saber de qué cantidad será la denuncia.
Las nubes comienzan a besar al sol mientras la enseña amarilla lleva cuatro horas ondeando, y yo me dispongo a comer un arrocito en el chiringuito de Gerardo. Cerca del agua, el amigo de todos sigue tocando el silbato y explicando, a todo el que lo solicita, que él es la máxima autoridad en la playa y allí se hace lo que él diga.
Por cierto, en la mesa que hay a mi derecha, el gilipollas de las rocas, con tiritas por todo el cuerpo, está comiendo un plato de percebes mientras termina un sudoku, como si no le importara lo pasado, presente y futuro.