Hace un mes, más o menos, coincidiendo con un viaje a Bilbao, conocí a Ainhoa Larrazabal, oficial de la Ertzaintza especializada en delitos económicos dentro de la Unidad de Juegos y Espectáculos. Atractiva, con la tez morena, labios carnosos, ojos ligeramente rasgados pues su madre procedía de Manila, una estatura de metro sesenta y dos centímetros y dotada de un carácter fuerte.
Desde el instante en que decidí hablar con ella quedé subyugado por la nobleza de sentimientos que albergaba. La diferencia de lustros no iba a frenar el deseo de que ingresara en mi vida, me daba igual que fuera por la puerta de atrás o por la lateral. Y lo conseguí. Había otras candidatas pero ésta fue la que más me convenció y me prometió situaciones incomparables, momentos inolvidables, placeres gastronómicos, creativos, físicos y otros que se me han olvidado, incluso hasta una eterna sumisión.
Fueron días memorables, también divinos—entendiendo divino como algo sobrenatural—; me olvidé de todo lo que me rodeaba. Todos mis actos estaban encaminados a ser feliz con ella, y me resultaba indiferente todo lo vivido con anterioridad, así como lo que estaba por llegar. Trataba de rodearla de aquello que más deseaba. Todo lo que me solicitaba se lo concedía sin pensar en posibles perjuicios. De ese modo se fue apropiando de mis días, horas y hasta minutos, pero no del modo que uno pueda imaginar. Esa seducción se volvió obsesiva, hasta el extremo de que cualquier momento que decidía permanecer alejado de ella, ya fuera por asuntos laborales o instantes de asueto, se convertía en una persecución casi policial. Lo hablé con ella, le indiqué que eso no estaba bien. Quería que frenara aquella situación pero, a la vez, yo no quería perderla. Sé que está mal decirlo, pero sentía que en esa relación yo salía beneficiado e, incluso, podría sacarle más jugo en un futuro, pero en esos instantes no podía descansar, pensar, dormir…Tenía que hacer algo.
Pasó el tiempo y todo continuaba de la misma manera. Una idea me rondaba desde hacía días y, al final, decidí llevarla a la práctica con la finalidad de poner punto y final a tanta insensatez. Fue una noche, mientras dormía con placidez. La observaba con la habitación a media luz mientras me cuestionaba el por qué había llegado al extremo de no dejarme otra salida que la que iba a poner en práctica. Lo había visto hacer en muchas películas y, aunque no era difícil, notaba que las manos me comenzaban a temblar. Lo tenía todo preparado en la mesilla de noche. Extraje un pañuelo y lo rocié de cloroformo. Vacié todo el frasco, pues alguien me había dicho que unas gotas no serían suficientes. Se lo coloqué sobre la nariz y boca. Se despertó al instante y comenzó a bracear sin conseguir que me apartara. Fueron un par de minutos angustiosos hasta que perdió el conocimiento. Posteriormente, arrastré su cuerpo hasta la cocina, preparé un cubo con agua y sumergí su cabeza hasta que comprobé que no tenía pulso. No hay muerte más grata que la que se presenta mientras se está inconsciente. Por otra parte, nadie podría dirigirse a mí como un asesino despiadado.
La ertzaina Ainhoa Larrazabal era la novia del inspector Aitor Lindabarca, el prota de mi siguiente novela, así como de la anterior. A partir de aquel fatídico día, un fantasma me persigue, y cada vez que enciendo el ordenador, el espectro de Ainhoa aparece en la pantalla exigiéndome un nuevo capítulo con ella de diva.
Simplemente, me ha encantado.
Me alegro, Sonia.