01/11/2022 ¿Superhéroe o villano?

         Día tras día, una vez acabada la jornada lectiva, me encontraba con los amiguetes en el salón de los billares que había junto a una afamada chocolatería, en uno de los extremos de la plaza que me vio crecer entre sus árboles, grandes maceteros y una fuente que calmaba mi sed tras aporrear repetidamente los cristales de la cabina telefónica con un balón de cuero deshilachado.

         En el salón, tras descender los veintisiete escalones, había multitud de máquinas de petacos, media docena de billares clásicos (de tres bolas), una decena de futbolines, tres mesas de pimpón, y una máquina de discos que siempre estaba sonando. Yo, en aquellos años, estaba escaso de superhéroes pero, a diario, veía a uno que para mí era mejor que Superman y Spiderman: se trataba de Juan “el Mariposón”. No llevaba capa ni aparentaba poseer poderes, pero en su muñeca izquierda colgaba un gran aro de metal del que colgaban todas las llaves que abrían las pinball, y de vez en cuando me obsequiaba con alguna partida. Era alto, más o menos de un metro noventa, con el pelo rubio peinado hacia atrás y engominado en exceso. También tenía las uñas de los dedos meñiques muy largas y con un color pálido que daba asco. Sus treinta y seis años habían atravesado, como él decía, grandes fosos de aguas profundas.

         En referencia al apodo, tan pronto lo llamaban Juan como “el Mariposón”, y se debía a que nadie lo había visto con mujer alguna, aunque tampoco lo habían visto con hombres. Otros decían que tenía gestos de mariquita; y los menos, que siempre lo llamábamos Juan. Su cometido era controlar que todo estuviera en orden dentro del salón. «Juan, me ha tragado una pela», y Juan se acercaba, abría las tripas del ingenio y llevaba la pela hacia el buen camino. «Juan, no han salido todas las bolas del futbolín», y Juan lo elevaba de uno de los extremos y las bolas desaparecidas mostraban su redondez. Imponía orden solo con su presencia y en todos los años que lo conocí jamás vi una pelea.

         Una tarde de verano, antes de que mis padres me arrastraran hacia un mes de calor abrumador entre los trigales de Castilla, Juan “el Mariposón” me contó una historia que me impactó y que nunca supe si fue cierta o no. Esa tarde apenas había chavales en el salón y fuera parecía que el cielo se iba a derrumbar de un momento a otro. Me acomodé junto a otros colegas sobre el tapete de uno de los billares y él, sin abandonar el tintineo del manojo de llaves, comenzó a detallar el incidente que nos dejaría a todos boquiabiertos.

         El hecho había ocurrido siete años atrás, un viernes del mes de diciembre, próximo a las navidades. Lo habían planeado todo hasta el más mínimo detalle y estaban convencidos de que nada ni nadie podría echar por tierra el proyecto. Fue a la hora del aperitivo; se encontraron en una de las esquinas del Instituto: Juan, Jeremías, que trabajaba de recadero en la tienda de ultramarinos Sebastián de la Fuente, y Fernandito, que ayudaba a su padre a vender el cupón porque éste tenía los dedos quemados e insensibles y le resultaba complicado saber de qué valor eran los billetes. Fueron hasta la sucursal que la Caja de Ahorros Vizcaína tenía cerca de la plaza Campuzano, en la que trabajaban dos empleados próximos a la edad de jubilación. La puerta de entrada era de las giratorias y los tres, a causa de los nervios, entraron por el mismo hueco. Una vez en el interior se dieron la vuelta y se cubrieron la cara con  las medias que llevaban en los bolsillos. Se acercaron a los bancarios, que apenas se inmutaron, y tras entregarles una bolsa de plástico opaca les indicaron que la llenasen de billetes, nada de monedas. Los empleados obedecieron sin rechistar y, cuando vaciaron todos los cajones, se la entregaron al hijo del ciego. En ese instante, a Juan «el Mariposón” comenzó a picarle una ceja y sin pensarlo, se rascó con una de sus uñas desproporcionadas. El movimiento originó una carrera en la media que rápidamente salió disparada mostrando su cara, que no pasó desapercibida para uno de los asalariados que vio que se trataba de Juan, un vecino del barrio. Éste sacó del bolsillo otra media, pero esa desgracia supondría unos meses en la cárcel de Basauri. Continuaron con la planificación y ocultaron la bolsa dentro de una alcantarilla de rejilla no muy profunda, y con unas cuerdas la ataron a los extremos de la tapa con el fin de que el agua no la arrastrara.

         Juan siempre fue debilucho, a pesar de su apariencia y, tras ser desenmascarado por uno de los empleados y detenido, al segundo sopapo que recibió cantó los nombres de sus acompañantes, aunque nunca declararon dónde habían escondido el dinero.

         Pasado un tiempo que creyeron prudencial, se acercaron hasta el lugar donde habían depositado el botín para recogerlo y repartirlo. Las cuerdas estaban rotas pero en el fondo se atisbaban, entre la hojarasca, restos de la bolsa. La extrajeron con mimo y se quedaron pasmados al comprobar que casi todos los billetes habían sido mordisqueados por las ratas y solo trescientas pesetas continuaban en buen estado. Aun así, lo recogieron todo y lo inservible lo quemaron en la cuneta de un monte cercano.

         No volví a ver a Juan. Pocos días después, un señor mayor con amplia barriga, calvo y con gestos inapropiados, lo suplió. Alguien le preguntó si sabía algo de él, a lo que se encogió de hombros y continuó con su tarea.

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