01/11/2023 Nadie está libre de padecerlo

La vida es como un tobogán: comienzas a subir escalones, sin prisas, con el propósito de alcanzar lo más alto y, cuando llegas arriba, piensas que que todo el esfuerzo está hecho. Para ello te educan, te preparan, te fatigas y, algunas veces, desfalleces.

Digamos que cuando estás en lo alto ya se te ha ido la mitad de la vida. Pongamos unos cuarenta y tantos. Lo ideal sería, a partir de entonces, lanzarse y dejarse deslizar hasta llegar abajo, en la última parada. Pero no es así, porque en el momento en que te posicionas para disfrutar se apodera de ti la tríada vital—así lo denomino yo—: presbicia, alopecia y carencia de memoria, por ese orden.

Frisaba los cuarenta y me tocaba releer El Quijote— ocurre cada cinco o seis años— cuando al abrirlo por una página gráfica vi que las aspas de los molinos de viento casi se tocan entre ellas. Me alarmé, porque no era normal, pero fue peor cuando comencé la lectura y comprobé como las palabras tan pronto se unían como subían y bajaban, en una danza macabra que abarcaba los dos tomos. Además, todas las letras se habían confabulado para empequeñecerse sin haber solicitado permiso alguno. Ahora toca leer con lentes y, como algo pesan, puedo asegurar que la bajada por el deslizadero se hace más veloz.

También aclararé que podría pasarme media mañana contando los pelos que cada día reposan en el suelo de la ducha tras haber pasado por el ritual. Comenzó un par de otoños atrás y no le di mucha importancia porque siempre oí que en esa época era común, pero llegó el invierno y el resto de estaciones sin que disminuyera la cantidad. Es más, cada vez que me fijo, pues intento evitarlo, es mayor la magnitud. Tomé medidas, como me recomendaron los allegados, pero lo único que logré fue tener la certeza de que sólo el suelo frena su caída.

El otro día, rebuscando por los cajones, encontré una caja de zapatos con decenas de postales. Las coleccionaba cuando era joven y había de muchas localidades, incluso del extranjero. Paisajes con mar, con montaña y, la mayoría, con lo más representativo de cada ciudad. Pero no encontré aquella a la que le tenía un cariño especial: se trataba de una preciosa imagen de un campo lleno de amapolas que me la envió la chica que me gustaba cuando contaba dieciséis añitos. Recordé que no quería que nadie la encontrase y la escondí en uno de los libros que me acompañaban desde joven. No la he vuelto a ver, porque ignoro cuál será el volumen que lo atesora. No obstante, aprovechando la cercanía de mi compañera, se lo comente y su respuesta me estremeció: «Está entre las páginas 37 y 38 de “En el camino”, de Jack Kerouac». Me acerque a la biblioteca y allí estaba, exactamente como había dicho, y me hizo reflexionar sobre lo triste que es la soledad, ya que no te permite admirar los campos de amapolas.

Ahora que ya estoy en bajada libre por ese tobogán imaginario y que recapacito sobre lo hecho y dejado de hacer, he llegado a la conclusión de que, a partir de ahora, quiero ser como Indiana Jones y correr aventuras que aún desconozco. Ah, y cuando sea mayor—es decir, viejo— cogeré a mi mujer, tomaremos un tren con destino a Albacete y esperaré, esperanzado, a ver que ocurre en mitad del camino.

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