Medianoche del sábado. Estoy sentado a la mesa de un restaurante, cerca de casa, donde he disfrutado de una copiosa cena, mientras fuera el cielo cruje y las centellas se apoderan de todo. El camarero que me ha atendido me ofrece un trago, hasta que amaine. Me he quedado solo, aunque me llega el murmullo de conversaciones desde la barra del bar. Una música sugerente sale de un par de bafles colgados del techo de madera. No hay duda, es Mary Hopkins cantando en español “Que tiempo tan feliz”. Habla de un tiempo que nunca olvidará, de los compañeros del ayer y de un futuro sin hacer. Palabras que a cualquier adulto le hacen pensar y recordar momentos vividos. Por aquellos años— hablo de finales de los sesenta y comienzos de los setenta—fue un gran éxito, y la asocio irremediablemente con los autos de choque, los trenes de brujas, los balancines, las norias y los primeros escarceos sentimentales.
Finaliza la canción, pero en mi cabeza da vueltas un recuerdo de hucha. Llamo recuerdo de hucha a esas evocaciones que se guardan en una hucha con cara de cerdito y no se recuperan hasta que se llena de años y ocurre algo que la hace añicos, como, por ejemplo, una canción.
Ocurrió durante las navidades de mil novecientos setenta. Era sábado, hacía frio y un pertinaz sirimiri convivía con nosotros desde hacía días. Habíamos quedado en encontrarnos en el lugar de siempre y, desde allí, ir caminando hasta el Parque Infantil de Navidad. Entre otros, estaban Josetxu, Julen, Amancio, Gloria, Txaro, Lilí, Gurutze y Edurne. El recinto estaba abarrotado y había largas filas para acceder a las atracciones más emocionantes. Transcurría la tarde entre sudores y emociones, hasta que dejamos a dos guardando cola en la casa del terror y el resto decidimos dar una vuelta por el parque. Llegamos a un pequeño estand de la marca Donut, donde ofrecían paquetes de media docena a todo aquel que, entre varias fotografías, eligiera el elemento inseparable del bollo. Éramos seis y todos sabíamos cual era la elección correcta. Cuando ya teníamos cada uno nuestro paquete de dónuts, nos cambiamos las prendas de abrigo y volvimos de nuevo. Nos juntamos con casi ochenta dulces que fuimos comiendo, poco a poco, el resto de la tarde.
Cuando salimos del recinto sonaban nueve campanadas en una iglesia cercana, y aún teníamos cuatro paquetes que éramos incapaces de seguir zampando, por lo que alguien planteó la idea de esconderlos y acabarlos al día siguiente. Para ir hacia casa —todos vivíamos en un radio de doscientos metros—, pasamos por el Parque de los Patos y, al llegar a la pérgola que hay en el centro, decidimos que era buena idea subir por uno de los pilares y esconder los paquetes en el techo. Entre Julen y Josetxu no tardaron ni cinco minutos en lograrlo.
El domingo habíamos quedado a la misma hora que el día anterior. El Athletic Club jugaba en San Mamés y nos gustaba ir a ver la llegada de los jugadores. De camino, paramos en el parque para recoger los dónuts y merendarlos. Esa vez me tocó subir a por ellos, pero no los bajé. Insté a que subieran todos. No había uno entero. Las ratas se habían dado un banquete con ellos y todos nos quedamos boquiabiertos. No habíamos calibrado los posibles daños colaterales.
Ohhhhhh, precioso relato!! Siempre me ha encantado el PIN… Allí he disfrutado muchísimo con mi hermano y mi primo y he podido conocer a algunas de las estrellas de mi Athletic! Qué golosos erais… Aunque parece que siempre hay alguien que lo es más jeje ¡Saludos, Patxi!
Saludos Gorka.
Que felices éramos sin apenas nada
teníamos lo más importante. Ilusión
Malditos roedores
Malditos.
Aquellos maravillosos años , cualquier año de estos, tenemos que repetir, pero esta vez sin guardar nadaa.
Me apunto.