Dicen que puede ser por tener los ojos claros, los cabellos rubios y la tersura de la piel por lo que llevo toda mi vida recibiendo saludos en inglés: welcome y Where are you from? son palabras que he escuchado en muchos lugares. Sin ir más lejos, hace unos meses fui a ver una exposición al Guggenheim de Bilbao con la parienta y las dos hijas. Una de ellas compró las entradas y, seguidamente, pasamos ante una recepcionista que controlaba el acceso. Saludó a las chicas y a la mujer con unBuenos días y Bienvenida. Al pasar yo cambió la salutación: good morning and welcome. Las chicas rieron al oír que yo también se lo agradecí en la lengua anglosajona.
Al principio me resultaba gracioso, pero claro, termina cansando y las respuestas que doy dependen del estado de ánimo que tenga en ese instante. Si estoy de buen humor puedo contestar, con amabilidad, que hablo su idioma perfectamente; si me pilla con el día cruzado puedo reaccionar con alguna de las cuatro frases que conozco en euskera, asturiano o, incluso, francés. Y no me refiero a buenas palabras.
Esto que les relato viene a cuento de lo que me ocurrió la semana pasada en una pequeña localidad en Castilla y León que suelo visitar con asiduidad, ya que su excelente gastronomía lo merece. Estaba buscando cosas típicas para hacer algunos obsequios a la familia y entré en una tienda de espadas medievales con el propósito de indagar precios y calidades. Dentro había multitud de objetos afilados, así como armaduras de todo tipo y un estante repleto de libros que mostraban aquellos siglos convulsos.
Fui hasta el lugar en que había un cesto enorme de mimbre con decenas de aceros de todos los tamaños y de diferentes épocas. Extraje uno con una empuñadura dorada con incrustaciones de piedras preciosas —en apariencia—, cuando noté que alguien se acercaba. Me giré y una oronda señora entrada en años, con unas gafas que le ampliaban los ojos cual lechuza sobre poste de luz y unas botas con todos los colores del arco iris, se dirigió a mí con una amplia sonrisa y un Welcome y, sin esperar respuesta, continuó con un Where are you from? Esa vez no me contuve y solté un «I’m from Massachussetts, pero puedo hablar su idioma sin problemas». «No tiene acento americano», me respondió, y yo a su vez le dije que era profesor de español e intentaba que no se notara. No se percató de la broma y, al principio, me atendió con corrección, pero más adelante la cosa se fue complicando.
Al comprobar—me temo—que no tenía idea alguna de las calidades de las espadas y ver que me fijaba más en las historias que ella me contaba que en lo espectacular, brillante y afilada que estaba cada una de ellas, me ofreció una verdadera joya—decía ella—: «Tenga ésta que guardo aquí apartada, pues no es muy común. Es la espada que usaba el hijo del Cid Campeador y que esta casa obtuvo en una subasta de objetos de arte hace unos meses». La cogí y la estudié con detenimiento, como si fuera todo un experto. La verdad es que no había ninguna diferencia con las que tenía cerca. Le pregunté el precio y me respondió que 12.500 €, por tratarse de una persona que mostraba tal delicadeza y sabiduría ante esa obra de arte y que le daría un destino privilegiado entre el resto de maravillas que poseyera.
Le indiqué que me la guardara durante unas horas y, cuando llegase la hora de volver al hotel, pasaría y la recogería. Aceptó sin remilgo y me insinuó el modo de cobro. ¿Cuántos foráneos tendrán el acero del hijo del Cid?
Que gracioso eres. Espero que no pierdas el humor porque cada día nos lo ponen más difícil. Es un gusto leerte con esa ironía fina con la que cuentas las anécdotas . Un abrazo
Un abrazo, Mercedes.