Ocurrió hace unos meses, casi un año. Unos amigos de esos de toda la vida, a los que conozco desde los nueve años, estaban a punto de atravesar la singladura más procelosa de sus vidas. Era media tarde y, sobre los pinares que rodeaban la pequeña localidad vizcaína donde residían, se apreciaba una neblina que intentaba colarse por los recodos de los arroyos cercanos.
Años atrás, cuando él aún presumía de una poblada barba y ella comenzaba a encorvarse por el peso que iba ganando el futuro vástago, decidieron abandonar la gran urbe y mudarse al lugar que siempre habían soñado: casa espaciosa en zona rural, rodeada de terreno donde poder realizar actividades. Habían sido años de duro esfuerzo pero, por fin, llegaba el momento de hacer realidad su gran deseo.
Eligieron una casa grande con fachada de piedra, que no permitía el paso del frio en invierno, ni el calor del verano. El interior, casi todo de madera, tenía todas las comodidades imaginables, y desde cualquier ventana se apreciaban paisajes envidiables. Frente a la entrada principal daba comienzo una extensa área que transformaron en un huerto, algunas dependencias para cobijar animales domésticos y, en medio, un coqueto txoko donde poder demostrar los conocimientos culinarios y charlar durante horas con los allegados.
Todo lo que habían imaginado se hizo realidad: el pequeño fue creciendo entre carreras interminables por los pasillos, haciendo crujir las maderas bajo sus pies; las gallinas, patos y conejos que acabaron en los fogones, mientras la chimenea crepitaba; o cómo fue tomando cuerpo una de las paredes de la habitación más acogedora, a medida que la colección de cucharas de alpaca de diferentes poblaciones iba creciendo y las iban colgando con esmero. Son algunas de esas pequeñas cosas que, sumadas todas, hacen que algo material se convierta en bienestar y algo muy cercano a lo que llamamos felicidad.
De súbito, una tarde de cielo ceniciento, cercana la hora en que las tinieblas se apoderan de todo, tras un ágape con algunos vecinos, alguien frunció el ceño y comentó que le había llegado un olor extraño, como a goma quemada. La carretera pasaba cerca de allí, por lo que culparon al frenazo de algún vehículo. No obstante, minutos después ya eran varias las personas del grupo que notaban el penetrante hedor. Fueron con celeridad hasta la casona y, nada más cruzar el umbral, se encontraron con una nube de humo que ya no les permitió acceder más allá. No pudieron hacer otra cosa que pedir ayuda, mientras el fuego iba arrasando todo el interior. Desde fuera se apreciaba como las llamas querían escapar por la chimenea y eludir los chorros de agua que los bomberos, recien llegados, lanzaban desde el tejado.
La pareja lo observaba todo desde el otro lado de la tapia, sin decir nada, con los ojos vidriosos y pensando que allí dentro estaba casi todo lo que poseían. Pero no me refiero a los bienes materiales, que esos se reponen, sino a los sentimientos, a las situaciones y a las emociones que habían vivido entre lo que ahora eran escombros. Es decir, mucho de lo vivido y que nunca volverá a repetirse de la misma manera. Todo quedó inservible— lo que quedó—, porque por techo sólo había estrellas y por suelo un par de vigas de madera. El resto, como la esperanza, se había marchado.
Ha pasado casi un año y por fin han podido regresar. Ya no hay madera ni otra cosa que semeje lo anterior: el interior está amueblado con gusto exquisito y nadie afirmaría que un día fue totalmente diferente. La recorren en silencio. No se atreven a expresar que les gustaba más como estaba antes, pero han aprendido que en la vida todo es temporal.
Al acostarse y cerrar los ojos, ambos han revivido las imágenes del chiquillo trotando por los pasillos y han mostrado una mueca de alegría al oír crujir la madera.