Estoy en la estación de tren esperando que llegue, en diez minutos si no se retrasa, el convoy que me llevará a Madrid. Voy a pasar los días festivos de la Semana Santa con unos amigos que hace tiempo que no veo. Para hacer más llevadera la espera me siento en uno de los bancos del andén, pliego el asa extensible de la maleta y ojeo el móvil sin mucha concentración.
Contemplando la pantalla tengo la sensación de que alguien me observa. Levanto la vista y me quedo perplejo sin apartar la mirada—maldito el momento—: hombre de mediana edad, enjuto, ojos apagados, visera raída de medio lado, su cara acredita todo lo que se ha metido, se tambalea ligeramente y no pestañea al mirarme. Al ver que no hago ningún gesto de rechazo, ni tampoco lo contrario, se sienta a mi vera y me pregunta si sé dónde conseguir algún gramo. Niego con la cabeza e, inmediatamente, comienza a hablar como si me conociera desde tiempos lejanos. Me indica—aunque mantiene fija la mirada en las vías—que acaba de llegar del norte de Noruega. Permaneció allí dos años y decidió volver por dos razones fundamentales: el intenso frío que hacía siempre, fuera la estación que fuese, y el canon de 50 coronas que debía pagar cada vez que salía de casa y hacía sol, porque ese privilegio había que apoquinarlo. Lo miro con extrañeza, pero da la impresión de que no se entera muy bien de lo que le rodea. Miro el reloj y sólo restan cinco minutos para tomar el tren. No pasa nada por aguantarlo un poco más. Vuelve a preguntarme dónde puede conseguir algo y, de nuevo, niego con gestos. Ante ello, continúa su plática: él también tomará el próximo tren. Tiene una cita con el director del museo del Prado para recoger un cuadro de Velázquez y transportarlo hasta la casa natal del pintor en Sevilla—vuelvo a mirarlo con una sonrisa irónica pero tampoco me hace caso—. Ya no me cabe duda de que tiene alterada la conciencia o vete a saber qué.
Una vez en la capital hispalense—prosigue hablando sin pausa—, y coincidiendo con las fechas de las procesiones, tiene intención de echar un currículo para trabajar de costalero en el paso de Jesús del Gran Poder. A esas alturas, me río por lo bajini y miro hacia la cabecera del andén a ver si aparece el Albia. Por tercera vez me suplica que le informe de dónde pillar algo y, por tercera vez, lo niego. Sin pausa retoma su perorata para comunicarme que con lo que obtenga por el traslado del cuadro, más lo que le den por levantar la pesada figura del Cristo, le llegará de sobra para disfrutar de la feria de abril y adquirir alguna pastilla de esas que se han puesto de moda y que te acompañan a lugares desconocidos.
Hace tiempo que no oigo tantas sandeces y hay que fijarse en la cara del personaje para intentar adivinar cuantas veces habrá repetido ese guion. Creo que demasiadas, pues no recuerdo haber detectado duda o traspié alguno.
El tren se detiene y, tras estrecharle la mano, me acomodo en mi asiento. Dejo la maleta en el lugar indicado y abro una novela por donde sobresale el marcapáginas. Noto un leve tirón al ponerse en marcha y escucho el sonido de algo metálico en la ventanilla. Camina con ligereza en paralelo al tren y me saluda con la visera en la mano y una enorme sonrisa. Está totalmente calvo. Antes de llegar al final del andén ya ha quedado atrás, es entonces cuando rememoro lo ocurrido en los últimos minutos y me digo: «¡Qué mala es la droga!».