¿Quién afirmó que el hombre—ahora algunos dirán que también la mujer—es esencialmente animal? Creo que fue Aristóteles. Por lo tanto, haciéndole caso y conociendo los hábitos de los humanos, podemos llegar a la conclusión de que somos animales de costumbres. La verdad es que siempre lo he creído, pero semanas atrás hice un pequeño experimento para demostrarme que, efectivamente, es así.
Acostumbro a caminar a buen ritmo un par de horas al día, excepto si hay temporales, por una ruta que rodea un precioso monte, desde la que se aprecia la belleza de la ciudad en la que vivo. Son aproximadamente doce kilómetros entre la ida y la vuelta, que me ayudan a poner en orden las ideas, a que el cuerpo no proteste y a sentir lo mismo frio que calor.
Me propuse, durante cinco días, observar a las personas que me cruzaba y detallar lo que pensaba que iba a tener lugar. Lo grabaría todo en la retina, una jornada tras otra, y comprobaría si estaba equivocado o no.
Para no aburriros os relataré lo trascendido el último de los días, ya que como imaginaba, se repetían las situaciones y, aunque deseaba que algo fuera diferente al día anterior, no hubo manera.
Me puse en marcha mientras sonaban diez campanadas en la iglesia que está en la rotonda más próxima a mi domicilio. Al comienzo de la cuesta, en un pequeño bar, apoyada en el marco de la puerta como cada día y apurando un cigarrillo entre sorbo y sorbo de café, estaba la barrendera rubia que, al verme, elevó la cara en señal de saludo. Nunca lo había hecho pero debió pensar que lo merecía después de tanto tiempo. Le respondí de la misma manera. Ya en la pista, tras el colegio y a la altura del letrero que avisa de la idoneidad de ir por la derecha, vi que venía el hombre menudo que no abandona el centro de la calzada, como si visualizara una raya que no puede dejar de pisar. Si se cruza con un grupo de personas, éstas deberán apartarse; él no lo va a hacer.
Hacía bastante calor, por ello don Quijote y Sancho se han vestido sólo con una camiseta similar a las que visten los jugadores de baloncesto y un pantalón corto. No creo que sean sus nombres pero yo los he rebautizado así porque el más alto siempre va delante y su fiel escudero le sigue a unos tres metros. Esta vez posiblemente vaya a seis.
Al llegar al primer refugio, donde los muy ancianos hacen su primera parada para recuperar fuerzas, me fijé en el joven de unos treinta años que está recostado en uno de los bancos, con la cara cubierta por la capucha de una sudadera, sin levantar la vista de la pantalla del móvil. Es la misma postura que adopta desde hace meses y, me pregunto de quién o de qué huye. No me cabe duda de que está escondiéndose pero,Chi lo sa?
Antes de llegar al recodo de la larga recta, desde donde se contempla una maravillosa vista de toda la sierra del Aramo, iba pensando que en menos de cien metros aparecería el señor de la gorra con los colores de la bandera francesa empujando con la mano derecha la bicicleta en la que nunca lo he visto subido. Siempre lo veo a la ida y a la vuelta. Eso si, cuando vuelvo la agarra con la izquierda. Ahí estaba, tal como imaginaba, aunque para joder, iba a mano cambiada.
En la segunda fuente bebí unos sorbos de agua fresca, y permanecí estático para ver pasar a la joven con el cochecito rojo y el caniche en brazos. No piensen que hay bebé. En el carrito he visto más de una vez al perrito.
Al final del camino, junto a un enorme depósito de agua, estaba el cantante de coplas. Muchas veces he pensado que está algo trastornado, o mucho, vete a saber. Sé que las estrofas de amor son sus preferidas pero ese día cantaba una que antes no le había oído.
“Hoy el molino está en quiebra,
la molinera no está lista.
Echa el cereal bajo la piedra
y se le escapa por la arista”
Así, un día tras otro. Y sólo han sido unas pinceladas, pero suficientes para concluir como he comenzado. Somos eso.