15/06/2023 El pintor de flamencos

Lo conocí la pasada primavera en un viaje que hice a la ciudad imperial. Me habían hablado de una escultura metálica en memoria de Federico Martín Bahamonte, que está muy cerca de Zocodover, y hasta allí me dirigí.

Subía por la escalera mecánica que comienza cerca del puente de Alcántara y finaliza frente al Palacio de congresos, en el paseo del Miradero. Había una multitud contemplando las formas del ídolo ciclista pero, tras verlo, nadie se alejaba y todos se acercaban a ver los flamencos.

Todas las cartulinas tenían el mismo tamaño, aproximadamente el de un folio, y estaban sujetas con grandes pinzas a una de las barras metálicas de la barandilla, desde donde hay una vista impresionante del río Tajo. Sobre ellas había pintados un sinfín de flamencos de todos los colores, tamaños y formas imaginables: sobre las dos patas, sobre una de ellas, con el cuello erguido, con el pico sumergido en el agua de la laguna, solitarios, en familia, en grupo, blancos, rojos, azules, bicolores, tricolores… Muchos de los curiosos que se acercaban acababan comprando, al menos, uno de los dibujos. Todos tenían el mismo precio —quince euros—, aunque algunos desdeñaban el cambio de veinte. Despues de echar una ojeada a la exposición, desde el comienzo hasta mediada la baranda, me decidí por un par de ellos que eran muy parecidos y que con unos marcos adecuados, quedarían muy bien en el vestíbulo de casa.

Le calculé unos cuarenta y cinco años; ojos castaños, nariz respingona y mentón prominente. Llevaba una camiseta de un club deportivo bajo una zamarra desgastada. Los pantalones parecía que hubieran encogido lavado tras lavado. Bajo el gorro de lana grisáceo asomaba una melena oscura y gomosa a la que le faltaba champú. Una tos cronificada no le permitía decir tres palabras seguidas.

Se llamaba Leonardo, pero permitía que aquel que le comprara algo le llamase Nardo. Lo veía más natural. Le acerqué el precio justo e introdujo las láminas en una carpeta de plástico con el mismo tamaño: «De este modo le durarán más tiempo». Tenía ganas de charlar y, aprovechando unos momentos de poca concurrencia, comenzó a relatarme parte de su vida. Tras finalizar la carrera de administración de empresas, se colocó en una sociedad madrileña que regentaba un amigo de su padre. En ella trabajó durante unos años, hasta que conoció a una toledana en una verbena de San Isidro. Se enamoraron y decidieron trasladarse hasta allí.

¿Recuerdan la crisis del 2008? Le pilló de lleno: nadie le contrató, la novia lo abandonó sin explicaciones y los ahorros se le acabaron. Se encontró sin amor, sin trabajo y, lo peor, sin techo. Vagabundeó durante días hasta que unos mendigos le ofrecieron un hueco en una antigua fabrica de harinas, a las afueras de la ciudad.

Desde ese mismo instante comenzó a pensar cuál podía ser la salida para aquel mal sueño y recordó que de chaval dibujaba bastante bien. Esas cosas no se olvidan con el tiempo, así que empezó a hacer bocetos en un cuaderno, al tiempo que recorría las calles solicitando limosna para comer. Un tendero que había visto el cuaderno le regaló un caballete y algunas láminas. Comenzó a dibujar en serio y se sorprendió el día que un viandante le preguntó por el precio de uno de los dibujos. Siguió pintando como un loco, hasta tener unas setecientas piezas dispuestas para vender durante el verano.

También me comentó que había llegado a un acuerdo con el dueño de una pensión que hay frente a la estación del ferrocarril, para ocupar una habitación y volver a ser, poco a poco, un ciudadano como antes. Nos despedimos y le deseé suerte en su nueva etapa.

Ayer al mediodía, antes de comer, repasando la prensa local de algunas urbes, me encontré con la triste noticia de que un hombre, al que llamaban el pintor de flamencos, había aparecido ahogado en un recodo del Tajo. Hacía días que no acudía a vender sus dibujos junto a la estatua de don Federico.

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