Eran las nueve de la noche del treinta de mayo de 1770. En la place de la Concorde de París— en aquel entonces llamada place de Luis XV—, una multitud abarrotaba tanto la plaza como las calles adyacentes que permanecían levantadas por unas reformas interminables.
Días antes habían contraído matrimonio el delfín Luis Augusto de Borbón y la archiduquesa de Austria María Antonieta de Absburgo-Lorena y, como iban a trasladarse a vivir a Versalles, decidieron despedirse de los parisinos con un espectáculo de fuegos artificiales—exactamente en el mismo lugar donde años más tarde fueron decapitados—.
Dicen las crónicas de entonces, y puede admirarse en los grabados, la grandiosidad de la demostración. Ningún otro monarca hasta entonces lo había hecho, ni tendría más oportunidades de realizarlo—ya que con éste, los gabachos decidieron poner fin a coronas y carrozas—.
Transcurría el acto con las gentes boquiabiertas, con cuidado de no ser pisoteadas por los caballos o empujadas hacia el Sena o hacia los muros de los edificios cercanos. De súbito, alguno de los corceles que empujaba una de las carrozas se asustó e intentó abandonar el lugar, provocando una estampida de los asistentes hacia las estrechas callejas en obras. El duque de Croÿ declaró que, al siguiente día, la policía había reunido ciento treinta y dos cadáveres: ochenta y tres mujeres y cuarenta y nueve hombres.
Lo anterior viene a cuento porque quiero relataros lo que ocurrió en Burgos, el pasado viernes veintitrés de junio, en la plaza Mayor: no visitaba la ciudad desde hacía una década y, al llegar al hotel, me comentó la recepcionista que a las nueve tendría lugar el pregón desde el balcón consistorial, con el que darían comienzo las fiestas de la ciudad. Había ido con mi compañera a disfrutar de lo que fuera y, junto a dos parejas más, nos acercamos por el paseo del Espolón hasta la plaza que, poco a poco, se llenaba de peñistas, fanfarrias y gentes de buen vivir.
Pocos minutos después de la hora señalada— no recuerdo haber presenciado un acto, con políticos por medio, que haya comenzado a la hora anunciada—, el portavoz del Ayuntamiento leyó una larga lista de agradecimientos: peñas, reinas infantiles, reinas más crecidas, fanfarrias, orquesta municipal, periodistas, etc… Sólo faltaba yo. A continuación, dos representantes de las peñas comenzaron el pregón, entre chascarrillos, agradecimientos a la antigua corporación y bienvenidas someras a la nueva. Resultó aburridísimo, y los niños comenzaban a jugar entre los grupos de personas, mientras los veteranos comenzábamos a oír los murmullos de los estómagos. Desde mi posición veía, a través de la cristalera de una cafetería, que estaban retransmitiendo el evento por la televisión, pero nadie prestaba atención al interior.
Por fin, tomó el micrófono la alcaldesa de la localidad, que tras saludar a los que estábamos allí y a los que no, nos invitó a ver lo que todos esperábamos y que abriría las deseadas fiestas: “El chupinazo”. Un edil que permanecía a su lado desde el comienzo le entregó el lanzador de cohetes y después le acomodó el petardo. Ahora le prestará un mechero—pensé—, pero me equivoqué. Él también le encendió la mecha. En ese instante, se oyeron algunos gritos advirtiendo que no tenía la tabla recta, sino que apuntaba al alero del edificio. Así lo vimos muchos de nosotros que, con gestos, intentábamos ser atendidos. La regidora no hizo ni caso y vimos cómo el cohete chocaba contra la pared y cambiaba de dirección hacia la muchedumbre. Oímos un estruendo y, por un instante, me temí lo peor, recordando aquella estampida de la place de la Concorde. Afortunadamente, el boquete producido por el petardo, en la tarima donde los periodistas estaban ubicados, sólo produjo algunos heridos leves y varias carreras de los más cercanos a la explosión.
Una vez pasado el susto, nos alejamos de la plaza y, en una de las esquinas, vi una mimo con vestido de época, su cabeza en la mano derecha y una pequeña guillotina a su lado. En la peana que había ante ella podía leerse: “Le dernier jour de María Antonieta”. Lancé una moneda al mantel tricolor y ella balanceó la testa a derecha e izquierda. Sonreí y recordé a la alcaldesa, pensando en lo que pudo haber sido y no fue.