Han pasado treinta años desde que me entregaron las llaves del piso donde habito. La espera resultó pesada por el retraso en la construcción del edificio, pero placentera cuando abrí la puerta. Pocos meses después ya estaban todos los pisos ocupados, y cuando hicimos la primera reunión comunitaria me sorprendí al ver que era el vecino más joven, por entonces treinta y pocos. Hoy, excepto yo, todos pasan de setenta y cinco. Con esas edades se han vuelto chismosos y los contubernios y zarandajas son comunes, hasta el punto que es extraño el día en que no me encuentro a algunos en los rellanos de la escalera conspirando contra todo lo que se menea.
¿Qué por qué digo esto? Pues porque ha ocurrido algo en la vecindad que los tiene alborotados, casi sin aliento y seguramente sin dormir, pensando en qué será de sus vidas a partir de ahora. Todo ello porque meses atrás falleció un vecino del primer piso y los herederos decidieron alquilarlo. El nuevo inquilino, a quien no conozco aún, no ha realizado ninguna obra que haya podido molestar al resto, no causa ruidos a horas intempestivas, y ni siquiera se aprecian los típicos olores de guisos en su trozo de escalera; pero el otro día me crucé con uno del tercero quien me advirtió: «¿No se ha fijado en la cantidad de personas que entran y salen de ese piso? Seguro que vende drogas. Verá como nos busca la ruina a todos». Al oírnos salió el vecino de la otra mano y añadió: «¿Y han visto el coche que tiene? Es de esos que se pueden conducir sin carné y en vez de matrícula lleva una chapa con el nombre de Neutrón. Además he visto que entran muchos jóvenes, y ya se sabe que hay mucho pervertido por ahí. Deberíamos llamar a la policía y que se encarguen de investigarlo. Ese señor va a acabar con nosotros, se lo digo yo».
Los escuché con educación, como debe hacerse con los ancianos, sin abrir la boca, hasta que expulsaron todas las especulaciones posibles y los induje a convocar una reunión para ver, entre todos, que acciones deberíamos llevar a cabo. También pregunté si alguien lo conocía, a lo que ambos me respondieron que nadie le había visto la cara y que ignoraban cualquier detalle de dicha persona.
Hoy, ha amanecido un día precioso, apenas se vislumbran nubes y una ligera brisa hace soportable una mañana en la que, como de costumbre, comienzo mi caminata por la ladera del monte que ejerce de vigía sobre la vetusta ciudad. Me cruzo con personas que también son habituales. Me detengo varias veces a contemplar la imponente cordillera que sobresale al otro extremo de la urbe y, alrededor del mediodía, cuando asoma el cansancio, comienzo el regreso a casa. Cuando estoy llegando veo que hay un pequeño tumulto junto al portal del edificio. A medida que me acerco compruebo como mis vecinos, algunos en bata y otros con las zapatillas de cuadros, de andar por casa, se arremolinan ante un operario que está colocando una llamativa plancha de metacrilato sobre el panel de los timbres. Me acerco un poco más y puedo leer lo que anuncia: «Antonio Suárez Rodríguez. Fisioterapeuta deportivo. 1ºA»
Real como la vida misma,tenemos una tendencia natural a sospechar de cualquier vecino nuevo.Si es muy simpático y habla con todos los vecinos, malo,si es callado, malo. A final todo se coloca y pocas veces es necesario tanto alarmismo. Es una situación muy cotidiana pero consigues hacerla literatura.
Enhorabuena.
P.D. No me conoces,al menos, en persona pero de oidas seguro que sí.Soy amiga de Amaya y Jose.