Ya he perdido la cuenta de las veces que he viajado hasta París para pasar unos días, siempre inolvidables. Con esa ciudad me ocurre lo mismo que con El Quijote, que cada tres o cuatro años algo me empuja a releerlo. Estoy sentado al lado de mi compañera en la terraza del café Le Petit Pont, tomando un Martini rojo con doble rodaja de naranja. Ante mí, una pared modular de madera de unos dos metros y medio de altura rodea los lados y el frente de la catedral de Notre Dame, mientras varias grúas giran de izquierda a derecha en una especie de baile sin fin, transportando materiales de construcción.
A la mesa de mi derecha se sienta un hombre muy mayor. Le calculo unos ochenta y cinco o más años, quién me saluda en un francés correcto. Es la una y media de la tarde y, de pronto, se aprecia un trajín de obreros que salen por una puerta abierta en el muro y que poco a poco van llenando los restaurantes del barrio Latino, cercano al Sena. Compruebo que las grúas se han detenido y la actividad de la reconstrucción ha cesado, incluido el runrún de la maquinaria utilizada por los operarios.
¿Preparado para el espectáculo?—me comenta el anciano; no obstante, desconociendo a que se refiere no le presto mayor atención.
Estaba llegando a los sorbos finales y echándole un último vistazo a la fachada de la catedral, con el deseo de verla totalmente reconstruida y en todo su esplendor en mi próxima visita, cuando descubro un ligero movimiento entre las láminas oscuras que hay en ambos frentes de las torres. Al principio no le doy importancia pero posteriormente veo que una figura de proporciones pequeñas, como si se tratara de un niño o de un adulto encogido va saltando de chapa en chapa, y eso ya me pone en alerta. Miro al señor mayor que, sonriendo, me pregunta: «¿Lo ha visto, verdad?». No sé qué contestarle pero afirmo con la cabeza, ante lo que sonriendo me suelta: «Espere, espere y verá»
Meses atrás había leído la novela Nuestra Señora de París de Víctor Hugo, por lo que deduje que el recuerdo y la imaginación me estaban jugando una mala pasada, poniendo ante mí a un Cuasimodo saltarín, quién sabe si llorando la muerte de su amada Esmeralda, fallecida entre las terribles llamas del incendio de 2019.
El solitario anciano no apartaba la mirada del frontispicio de la catedral hasta que, tras apurar su café, me mira y me espeta: «Preste atención ahora». Miro hacia donde él lo hace y debo frotarme los ojos al comprobar como varias gárgolas se desprenden cobrando vida y creando una verdadera coreografía entre los hierros del andamiaje, lo que me recuerda el espectáculo que había presenciado la noche anterior en el Moulin Rouge. Incrédulo, apuro mi Martini y verifico que en el fondo de la copa no hay ninguna sustancia extraña. Pasan unos minutos entre los juegos y malabares de los monstruitos, hasta que los operarios comienzan a regresar y entonces, cada una de las figuras, y en orden, vuelve a su lugar sin dejar ningún vestigio de lo que acababa de presenciar.
Aún conmocionado por la visión, tengo la intención de pedir al anciano que me explique aquello, y cuando me vuelvo hacia él advierto que no está solo. A su lado, sonriente, una joven de unos dieciocho años con largos cabellos color azabache, tez morena, posiblemente de descendencia gitana y con un vestido largo hasta los tobillos, habla distendidamente con el viejo señalando, de vez en cuando, diversas partes de la catedral, como si la conociera al dedillo.
Al abandonar el lugar no me despido y él tampoco me mira, pero jamás olvidaré lo que acababa de presenciar, fuera real o no.