15/10/2024 El ascensor del coloso

Recuerdo que era la semana santa del año 1975. En el cine Astoria estrenaban la película El coloso en llamas, dirigida por John Guillermin e interpretada, entre otros, por Paul Newman y Steve McQueen. Fue todo un acontecimiento en aquellos tiempos en que predominaban las películas de catástrofes. Pero no fue la temática, ni la fotografía, ni las enormes interpretaciones, lo que me fascinó del celuloide, sino aquel ascensor circular con una especie de cúpula dorada. La veía y pensaba que sería maravilloso estar en uno de ellos, viendo a través de sus cristales el ir y venir de los transeúntes y contemplando como, a medida que se elevaba, las personas se trocaban cada vez más pequeñas.

De aquello han pasado algunos añitos, y desde entonces, he utilizado ascensores de todo tipo: cuadrados, rectangulares, rápidos, lentos, con puertas metálicas, de madera y otras lindezas; pero nunca uno como el del filme. Hasta la semana pasada, en un hotel de costa con una altura de treinta y cuatro plantas. No estaba incrustado en la fachada como el de la peli, pero cuando lo tomé por primera vez para dejar el equipaje en la habitación del piso veintisiete y comprobar cómo todo a mis pies se iba reduciendo, sentí toda la emoción que había permanecido latente dentro de mí tanto tiempo. Era redondo, como aquel, y aunque no tenía cúpula, todo a mi alrededor era cristal. No era muy veloz, por lo que el disfrute era máximo, incluso para las ocho personas que permitía.

Eran las diez menos diez de la mañana del día siguiente y, junto a mi compañera, esperaba que el elevador llegara a nuestro piso para bajar hasta el restaurante y desayunar. Nos habíamos retrasado un poco, ya que cerraba a las diez—como es habitual en zonas donde los británicos son mayoría—, pero sería un momento bajar a la entreplanta donde estaba situado. Así fue: poco después se abrieron las puertas y un matrimonio con sillas de playa y parasol nos saludó en su idioma. Al llegar a la planta quince, se detuvo y un grupo de tres chicos jóvenes con un gran magnetofón y toallas pulsaron el botón de la primera planta donde estaba ubicada la piscina. Éso provocó que todos tuviéramos que apretarnos un poco, sin casi espacio para más personas. De nuevo se detuvo en la planta doce, donde esperaba una señora con un andador y una perrita pequinesa que en cuanto pudo se coló entre las piernas de la gente y se colocó a mi lado—la sentía entre mis piernas, porque ya no podía casi moverme—. No tuvimos más remedio que estrecharnos más y dejar que la anciana junto con su artilugio entrara, lo que ocurrió cuatro o cinco minutos después. Además, oprimió el botón del piso cuatro, donde decía que le esperaba su amiga de viaje. Por entonces, cada vez que se movía el hombre que tenía a mi derecha, me rascaba la oreja con la punta de la sombrilla al tiempo que la perrita me mordisqueaba la chancla. Nos detuvimos en el cuarto y esperamos pacientemente a que la señora lo abandonase, pero al llamar a su can, éste no le hacía caso. Conseguí mover la pierna y le arreé una suave patada, pero continuó sin atender las llamadas. Alguien nos instó a que saliéramos todos de allí y seguidamente la anciana lo cogiera. Accedimos y salimos para que ella entrase a por Sally que así la llamaba. No piensen que todo estaba solucionado, ya que el ascensor se cerro con la perra y la vieja dentro, el resto fuera. Nos mirábamos con cara de bobos y esperamos a que nos recogiera otro ascensor. No me lo podía creer: después de un rato se abrieron las puertas del mismo ascensor con lo que imaginan dentro de él. Entramos como si un tsunami nos amenazara, entre los gritos de ella que se sentía oprimida. Nadie le hizo caso y, por fin, llegamos a la planta del restaurante.

Eran las diez y dos minutos. La puerta estaba cerrada y un camarero nos indicó la cafetería más cercana. Bajamos hasta la calle por las escaleras pues al lado de los ascensores se nos cruzo una pequinesa.

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