Sentado en una de las terrazas de moda, en la que llaman la ruta de los vinos, aprovecho los últimos coletazos del verano. Tomo unos sorbos de mi Martini rojo con doble rodaja de naranja mientras devoro los capítulos del libro que tengo sobre la mesa. A mi derecha, un adolescente está ocupado con su móvil. A mi izquierda, tres señoras de cierta edad comentan las últimas noticias de la pandemia de la covid al tiempo que dan buena cuenta de unos bollos preñados. Frente a mí hay un edificio donde tiene su sede un partido político, y a mi espalda, la entrada a la cafetería. Es viernes y el tráfico es casi inexistente—es una calle medio peatonalizada por la que solo pueden circular los coches que entran y salen de los garajes—, y solo se oye el musitar de las personas que pasean o toman algo.
Van transcurriendo los minutos con placidez hasta que, de pronto, algo llama mi atención. Algunas personas se arremolinan cerca de las mesas y miran hacia arriba con los brazos extendidos, dando a entender que algo extraño está pasando en las alturas. Elevo la vista hacia el lugar que indican y veo a un joven sentado sobre la repisa de la azotea del último piso, desafiante y amagando, cada cierto tiempo, con lanzarse al vacío. Los corrillos son cada vez más numerosos, el chaval de la mesa de al lado está registrando toda la escena y las señoras han acabado sus tapas y vocean al temerario que abandone su intención. En otra mesa cercana, dos señores sacan de sus bolsillos sendos billetes de cincuenta euros y los depositan debajo de las copas—acaban de apostar a que se tira y a que no—. Las sirenas se oyen más cercanas y pronto llega un coche policial, detrás de él una ambulancia y después un camión del cuerpo de bomberos. El joven sigue balanceándose y grita para que se aparte la gente “Fuera, fuera…No quiero seguir viviendo en este mundo de seres insensatos”. Los bomberos han extendido una gruesa colchoneta en el lugar donde creen que caerá, y uno de los policías, junto a una sanitaria, ha entrado en el portal del edificio con el propósito de convencer al chaval de que no se tire. Éste se ha desprendido del jersey y ahora luce un polo amarillo chillón. Pido otro Martini porque, si bien no creo ser morboso, he decidido ver como acaba todo. Aunque continúa amenazante no se le ve nervioso; pienso que una persona que quiere acabar con su vida lo hace sin más, sin exhibiciones, pero nunca se sabe.
De repente, alguien a su espalda, tira de él, y desaparece de la vista de todos. A continuación, se asoma la sanitaria y hace gestos a los bomberos de que todo ha acabado. Estos recogen el material y se van. Las personas que se habían agolpado comienzan a marcharse y, poco a poco, todo vuelve a la normalidad.
Me dispongo a abonar lo consumido cuando veo como un jovenzuelo, con un polo amarillo chillón, se sienta al lado del que estaba filmando la escena con el móvil. Lo saluda y le pregunta si lo ha grabado todo, y oigo como le responde que sí, y que esta vez pasarán del millón de visitas.