Desde que nacemos nos llaman bebés. Después crecemos para llegar a la niñez, y unos años más tarde alcanzamos la adolescencia para desembocar, sin pausa, en la adultez; pero ¿a partir de qué edad podemos decir que una persona es mayor? Algunos piensan que a partir de la jubilación, otros creen que desde el instante en que empezamos a chochear y unos pocos dicen que al cumplir los setenta. En conclusión, puedo afirmar que es la etapa de nuestra vida en la que no estamos ni en Málaga ni en Malagón.
Esta cuestión puede parecer una perogrullada, pero os garantizo que no es así. Al menos en mi caso, se ha convertido en una cruzada contra lo aparentemente establecido. Siempre he considerado que uno es mayor cuando rompe de raíz con todo lo que pueda recordarle a un tiempo anterior, tanto dulce como amargo, sin conservar los medios necesarios para saborearlo de nuevo. O bien, tener años suficientes como para no recordar como fue o lo que hizo en un pasado no tan lejano, a quién amó u odió, a quién perdonó la vida o, tal vez, mató.
¿Soy mayor o no lo soy? Por lo que estoy comprobando desde hace un par de meses que cumplí sesenta y cinco otoños, el ser o no ser depende del resto de la humanidad, nunca de mí. Sin ir más allá, a primeros de septiembre me disponía a subir a lo alto del Arco del Triunfo, en París, y al llegar a la taquilla y solicitar la entrada, una amable señorita me pidió el documento de identidad. Tras comprobar la edad (faltaban pocos días para mi cumpleaños), me extendió el billete explicándome que para los señores de mi edad el acceso era gratuito. Lo agradecí, pero me acordé de sus muertos. Hace unos días, alguien me comentó que debía pasar por el organismo que gestiona el metro de Bilbao para que me entregaran la tarjeta senior con la que el viaje de varios transportes solo me valdría 0,19€. Así lo hice, e incluso me sacaron una foto porque es nominativa e intransferible, pero lo que me quemó fue escuchar como la señora me explicaba las virtudes de dicha tarjeta. Parecía que se lo estaba describiendo a un niño de diez años, y es que hay personas que por estar frente a un hombre con ciertos años piensan que somos medio tontos o tontos enteros. Salí de allí bastante cabreado, así que tomé la decisión de volver a casa y olvidar aquello. Tomé el metro hasta Deusto y estrené el dichoso pase. Era hora punta y el vagón iba hasta arriba, por lo que me quedé de pie en medio del pasillo. Aún no había arrancado cuando un mozalbete se levantó y, agarrándome del brazo, me invitó a tomar asiento. No discutí y, aunque me dieron ganas de soltarle una hostia, me senté agradeciendo el detalle. Ah, tuve suerte porque en la siguiente parada entró una joven embarazada y, antes de que alguien reaccionara, me levanté y la invité a ocupar mi sitio. Yo me agarré a la barra superior, al lado del amable joven que ni siquiera me miró.