Esta tarde, mientras me tomaba un expreso en la terraza de la Casa Danzante, he contemplado las bellezas de Praga y los hermosos puentes sobre el Moldava. Todas las ciudades merecedoras de ser visitadas se las han apañado para que los turistas puedan disfrutar de ellas desde las alturas. Después, cuando la noche se apropiaba de todo, he probado la gastronomía local con una cerveza de esas que sirven aquí y, después, casi a medianoche, he tenido que echar mano de los mapas de Google para volver al alojamiento, ya que me había alejado en exceso.
El hotel estaba situado frente al río, en una zona muy concurrida, pero en la orilla opuesta a donde me encontraba; de ahí que estuviera desorientado. Las calles estaban casi desérticas y la sensación de inseguridad se apoderaba de mí a cada paso. Una reata de estudiantes británicos discutían en un cruce porque también tenían problemas para llegar donde pretendían. El localizador me indica que estaba a seiscientos metros de mi destino, así que me animé nuevamente al ver que cada vez estaba más cerca. Caían algunas gotas de lluvia que no llegan a empapar el asfalto cuando apareció ante mí una callejuela estrecha de casi trescientos metros. Me detuve y consulté el móvil para encontrar una ruta alternativa, pero tendría que rodear un sinfín de manzanas para llegar adonde quería y el trayecto se alargaría unos kilómetros, lo que descarté con inmediatez.
Tres altas farolas alumbraban el angosto pasaje, con una luz tenue cual quinqué de petroleo, que era incapaz de llegar al pavimento con nitidez. Me detuve en la esquina izquierda y escudriñé con detenimiento lo que allí ocurría. Había mucha vida entre sus muros: cuento tres toneles metálicos que ardían en diferentes lugares y, cerca de ellos, varias personas se calentaban. Justo bajo una de las lámparas, otro grupo jugaba a las cartas y, frente a ellos, dos personas bailaban abrazados una melodía que apenas escuchaba. Más allá, cubiertos por unos cartones se apreciaban varios ancianos que intentaban descansar y, al final estaban , haciendo corro y charlando amistosamente, los leprosos; porque entre los vagabundos siempre hay algunos enfermos.
Nadie se atreve a cruzar el callejón, es lo que pensé, por temor a esos sujetos que por lógica son violentos y pendencieros. Miré hacia arriba y me llamó la atención el nombre de la calle en un color azul desgastado. “Ulicka hrdinu”, es decir, callejón de los héroes, por lo que no me sentí, ni mucho menos, aliviado. La decisión estaba tomada, me sentía cansado y no iba a caminar más de lo necesario. Atravesaría el pasadizo lo más ligero que pudiera.
Me persigne un par de veces porque, aunque no creo mucho, siempre recuerdo que un allegado decía que debíamos hacerlo, por si acaso. Avancé un poco, pero pronto noté que, a causa del temor, no marchaba tan rápido como deseaba. Llegué a la altura del primer barril, donde los que lo rodeaban no me miraban o no querían verme. Los del grupo de la timba no desviaban la vista de los naipes y me sentí un poco más tranquilo, aunque aún me falta la mitad para llegar al final. Aligeré la marcha, miré de soslayo los otros dos barriles. Apenas oía comentarios entre ellos y sólo se escuchaba el crepitar de los rescoldos. A partir de entonces, un sinfín de cartones que hacían las veces de colchones, aguantaban multitud de cuerpos ajados que se cubrían con viejas mantas. Parecía que a nadie le importaba yo. Nadie me dirigía una mirada, como si no estuviera allí. Sólo me faltaba el escollo de los enfermos, porque la pareja había cesado de bailar. Cuando llegué a su altura, afortunadamente, noté cómo se alejaban e intentaban resguardarse en la oscuridad, como si fueran ellos quienes me temieran.
Al siguiente día, lo primero que hago, antes de comenzar a turistear, es acercarme hasta el callejón de los héroes con el propósito de comprobar si es tan temible como de noche. Lo que veo, con sorpresa, es una calle estrecha, lustrosa y sin huella alguna de lo vivido la noche anterior. Miro el cartel con el nombre de la calle, por si estuviera equivocado, pero no. Es el mismo callejón, lo que me hace pensar que por las noches se ven cosas que no son ciertas.