Os pongo en situación: pueblo pequeño de la comunidad de Castilla y León, en la provincia de Zamora; mediada la década de los sesenta, en el interior de la casa de mis padres; exactamente en la cocina, a las siete de la tarde de un día cualquiera de invierno, adormecidos por el calor del fogón; mi madre preparando la cena, mi padre entrando y saliendo tras dar la comida a los pocos animales que campan a sus anchas por el corral; y yo haciendo los deberes escolares en una libreta, sobre la mesa camilla.
El último dictado, ya sin faltas ortográficas, lo he pasado a limpio y me dispongo a cerrar el bloc cuando oigo que mis padres se enzarzan en una conversación sobre una película que habían visto, días atrás, en el cine. Mi padre opinaba que el protagonista era un cabrón redomado, y mi madre respondía que lo mejor de esa peli era el título: “Cuando ruge la marabunta”. Pregunto que significaba esa palabrota que hasta entonces no había oído y, tras explicármelo, imagino esos extensos campos de Castilla, que veía a diario, arrasados por esos bichitos en apariencia afables.
Pero no me quedo ahí. Comienzo un juego para el que no necesito rivales. Consiste en apuntar en el cuaderno frases de cuatro vocablos que empiecen con la palabra cuando, como el título de la película, y que tengan un significado. Consigo cuatro, que no está mal.
“Cuando el río suena…” e imagino el Duero—es el que conozco—a su paso por la catedral, con un murmullo que simula el sonido de los violines. Un poco más abajo, al estrellarse con algunas rocas imita el rumor del oboe; y cerca de la desembocadura, donde se origina una apreciable catarata, finge las notas mantenidas de un trombón.
“Cuando se entere mamá…” esta no me gusta mucho. Se lo oía con reiteración a mi padre, y quería decir que más pronto que tarde volaría alguna zapatilla con el destino que imagináis. Aunque debo decir que eran más amenazas que otra cosa, pues no tengo recuerdo de ningún zapatillazo.
“Cuando termines de hablar…” era la frase más repetida del invierno. Los familiares se reunían en el salón de casa y era como pasar la tarde en una grillera. Todos hablaban a la vez y mi padre, que era al que menos se le oía, la mentaba a menudo, como pidiendo permiso para meter baza.
“Cuando el gato duerme…” esa la decía mi madre cuando preparaba la comida del gato y éste no aparecía por mucho misimisi que soltáramos. Entonces,al darse cuenta de que no le quitaba ojo, acababa el proverbio: “…los ratones bailan”. Yo entraba en pánico, sólo veía ratones a mi alrededor y, por la noche, cada poco rato, encendía la luz y comprobaba que bajo la cama no estaban, Al día siguiente, un último vistazo para confirmar que se habían largado a su madriguera.
Nadie supo que, a menudo, jugaba a imaginar situaciones dependiendo de las frases, proverbios o hechos que oía en casa o en otros lugares. Ahora que he crecido un poco y recuerdo aquellas recreaciones con nostalgia, reconozco que los deseos, miedos, satisfacciones y otras emociones ayudaron a que más tarde pudiera caminar con el paso más firme.
Aún es pronto para ir a dormir, así que busco una libreta y comienzo un juego que tenía olvidado, y escribo: “Cuando yo era niño…”