Estoy en Nueva York. En el distrito financiero, muy cerca de Wall Street. Concretamente en la habitación 1904 de la planta decimonovena del hotel Four Points by Sheraton. Llegué ayer por la noche tras un largo viaje, deseando dormir para alejar el cansancio. Acabo de tomar una ducha y me dispongo a dar cuenta del opíparo desayuno que me acaban de subir. Pero antes, me acerco a la ventana para comprobar qué día hace y qué ropa debo vestir. ¡Vaya! La ventana no puede abrirse. Debe ser verdad lo que he oído en más de una ocasión: Nueva York es el paraíso de los suicidas. Lo tienen muy fácil con sus excesivas alturas. Aunque desde este hotel lo veo complicado. Entonces pego la cara al cristal para ver qué tonalidad tiene el cielo y, ¡oh, sorpresa! No puedo verlo. Me agacho un poco, pero es imposible. Estoy rodeado de altísimos edificios y no veo mi trocito de cielo. Ese pedazo que sería suficiente para saber si debo abrigarme, coger un chubasquero o acarrear un paraguas.
¡Neoyorquinos!
Ahora comprendo porqué los áticos y pisos altos de esta ciudad tienen precios prohibitivos. Ver lo que hay sobre la cabeza es adecuado y útil. Al final, chequeo en el móvil la aplicación del tiempo y decido ir a cuerpo. Para hoy tengo programado pasar el día en Staten Island, así que decido dar un paseo hasta el muelle del ferry y tomar el transbordador al mediodía, cuando el sol en lo alto me permita hacer el viaje en la cubierta, sin quedarme helado en el intento. Dejo la Estatua de la Libertad a mi derecha y llego sin contratiempos a la isla. Compro alguna ropa y otros objetos que me han encargado y a media tarde tomo asiento en una de las mesas que están situadas ante las enormes cristaleras de la marisquería River Dock, desde donde puedo apreciar el skyline de New York, mientras doy buena cuenta de unas sabrosas ostras, seguidas de una langosta, todo ello acompañado de un excelente vino blanco de uva riesling. Cuando el cielo se va tornando ceniciento embarco en el ferry de vuelta a Manhattan, no sin antes oír, de boca de un policía, las causas por las que no hay taquillas y se viaja de balde.
¡Neoyorquinos!
De vuelta al hotel, en el hall, pequeños grupos de hombres trajeados y mujeres con vestidos llamativos forman corros a la espera de tomar cualquiera de los ascensores. Es entonces cuando veo un cartel anunciador de una fiesta privada de la empresa Xeros, en la terraza del hotel. No sé si he tenido un buen o mal pensamiento pero, nada más llegar a la habitación, lo primero que hago es descolgar el teléfono y hablar con recepción. A los cinco minutos llaman a la puerta y permito entrar a un empleado del hotel que arrastra un burro para ropa repleto de chaquetas y una maleta. Sin mediar palabra me incita a que elija una de las americanas y me inclino por una azul con finas rayas blancas que no desentona con mis vaqueros. Abre la maleta y descubro que está abarrotada de corbatas, plegadas con esmero y reunidas por colores. El mozo comprueba la chaqueta y coge dos corbatas encarnadas. Una lisa y otra con pequeños interrogantes negros. Me las muestra y me decido por la segunda. Cierra la maleta y se dispone a marchar, pero lo freno por un momento. Me cambio de camisa y le ruego que me haga el nudo de la corbata. Nunca he aprendido a hacerlo y creo que será una de las dos cosas que dejaré para los restos. Subo en el ascensor hasta la terraza y saludo al portero como si fuéramos íntimos. Está abarrotada. Me acerco a la barra. Me sirven un vino tinto y me siento en uno de los sofás. Desde allí puedo ver la luna y alguna estrella, cerca de mi trocito de cielo. De repente, un camarero deposita sobre mi mesa una pequeña bandeja de madera con algunos panecillos tostados y un recipiente lleno de caviar de beluga, al tiempo que me señala una de la mesas frente a mí, donde tres señores de avanzada edad están levantando sus copas, sonrientes y mirándome sin pudor. Hago lo mismo, levanto mi copa y bajo un poco la cabeza en señal de agradecimiento. Sin duda, he sido descubierto y, a la vez, aceptado.
¡Neoyorquinos!
Este relato es muy elegante, con un toque irónico. ¿En qué otros lugares de Nueva York pudiste ver tu trocito de cielo, Patxi? Me pica la curiosidad, pues con tus historias nunca sé qué es ficción y qué es realidad…
Gracias por tu comentario, Gorka. Todos los relatos que pueden leerse en «A vuelapluma» están basados en situaciones reales, aunque narrados de modo literario con la intención de que mis lectores extraigan sensaciones. De Nueva York no te digo nada porque lo ideal es que lo compruebes tú, si no lo conoces ya.