Acabo de leer un artículo en la prensa local acerca de la actual situación de la pandemia, donde especifica que la Iglesia es la institución que menos ha aportado, hasta ahora, en favor de la investigación para la consecución de una vacuna que acabe con el problema, o incluso, para hacer que les resulte más llevadera a los ciudadanos.
No me corresponde a mí censurar sus actos, ni siquiera analizar las causas, pero todo ello me ha trasladado unas décadas atrás, cuando era un niño que todavía no había hecho la primera comunión, pero como todos los niños, en aquellos años, estaba obligado a asistir a misa todos los domingos y fiestas de guardar. Si no lo hacía, mis padres, tarde o temprano, se enteraban y el castigo era modélico.
Era invierno. No recuerdo el mes, pero ese día hacía mucho frío y llevaba abrigo. Tampoco recuerdo la festividad, pero era un día especial, una fecha muy señalada para los feligreses. Lo sé porque mi madre me había dado la noche anterior unas monedas para el cura y eso solo ocurría media docena de veces al año. Esas festividades en que una vez finalizada la misa, todos los niños nos levantábamos y nos acercábamos al altar donde estaba el sacerdote con un niño Jesús entre las manos, que nosotros besábamos para, a continuación echar unas pesetas en el bonete raído que aguantaba el sacristán.
Aguanté con estoicismo y entre bostezos la extensa y tediosa ceremonia. Recuerdo que el evangelio duraba un cuarto de hora o más y que se entendía muy poco ya que el cura leía muy deprisa, como queriendo abreviarlo, aunque luego se hacía eterna la comunión pues casi la totalidad de los asistentes comulgaban.
Acabada la misa todos los niños nos pusimos en fila en uno de los pasillos laterales del templo, mirando en dirección al altar. Fue entonces cuando me percaté de que había olvidado coger las monedas que me había asignado mi madre. Horror, no sabía que hacer. Ya era tarde para salir de la fila y escabullirme sin ser visto, pues los mayores habían abandonado la iglesia. Por la cabeza comenzaron a desfilar ideas de como obrar para no tener que llegar al altar, pero las fui desechando. Le imploré al niño que tenía delante alguna moneda prestada, pero solo tenía una. Al de atrás solo lo conocía de vista. Debía ser de otro curso y no me atreví a pedirle una pela. Me rendí y recuerdo como si fuera hoy que, en ese instante, pensé que el cura me castigaría y punto. Era bastante gamberro y estaba acostumbrado a los correctivos.
El pasillo se me hizo breve y enseguida me encontré ante él. Me acercó aquella figura de porcelana que besé y, fue entonces cuando me quedé parado y mirándole a los ojos le solté: «Ha dicho mi madre que ya se lo pagará, mañana». Aún hoy, no me explico como le dije eso, pero jamás olvidaré la colleja que me arreó y que me impulsó a salir corriendo. Había herido mi orgullo y desde entonces, para mí, fue el cura calandrajo.
Cuando llegué a casa y comenté el hecho, mis padres se rieron y me dijeron que gastara el dinero en chuches.