Contemplo en las noticias la tristeza que produce ver las avenidas de las ciudades más populosas casi vacías a causa de la pandemia de la COVID19. La 5ª avenida de New York. La avenida del Corso de Roma o la avenida de los Campos Elíseos de París. Es una sensación de angustia, como si las fotos que un día hice carecieran hoy de valor. Como si los paseos dados me los hubieran borrado de un escobazo y alguien me dijera: «Mira, nunca has estado aquí, porque así no lo has visto.»
Y está claro. En esos instantes prevalecen los recuerdos y me voy al otoño de hace casi cuarenta y cinco años. Fue, con exactitud, un diecinueve de septiembre de 1975, a media tarde, cuando me acomodé la mochila a la espalda y, con escaso dinero, caminé hasta las afueras de Bilbao, donde comencé a hacer autoestop con un cartón en el que podía leerse “PARÍS”, con letras gruesas de rotulador. Ignoraba si lograría llegar, pero la pretensión era celebrar y disfrutar mi cumpleaños, dos días más tarde, en la ciudad de la luz.
He olvidado cuántos conductores se detuvieron, pero fueron muchos para trayectos demasiado cortos. Aún puedo evocar cómo me abordó la noche a las afueras de Burdeos, con aquella luna llena que clareaba la cuneta de la carretera como si alguien la estuviera iluminando con decenas de candelas, donde decidí pasar la noche, arropado con un manto de estrellas. Al día siguiente, con las primeras luces del amanecer, volví a sacar el cartel, pero ante la negativa de los automovilistas a detener sus vehículos decidí hacer el resto del trayecto en tren, ya que, a ese ritmo, no llegaría antes de alcanzar la mayoría de edad.
Y por fin, la gare d’Austerlitz con su señorial hall y, desde allí, hasta la place de la Contrescarpe, entre los jardines de Luxemburgo y los de las Plantas, donde un albergue cochambroso me daría cobijo durante tres días, si me lo permitía la endeble economía que, por aquellos tiempos, me atosigaba y limitaba. Fue llegar, ver la habitación que compartiría con siete personas más de diferentes nacionalidades, y tirar la mochila sobre una de las literas para salir corriendo en busca de la aventura, porque el estar allí ya representaba una aventura.
Reservé la mañana de mi cumpleaños para ella. Posiblemente, la avenida más preciosa que haya visto, con su aroma a croissant recién horneado y fragancias exóticas. La bajé, en primer lugar, por la acera derecha, desde el Arco del Triunfo hasta la plaza de la Concorde y, a continuación, sin descanso, la subí por su acera derecha. Era un constante ir y venir tanto de turistas como de parisinos, camino de sus quehaceres, mientras yo alucinaba con sus impresionantes galerías.
Fueron los primeros días lejos de mi ciudad y, cuando volví a casa, llevaba un buen bagaje de experiencias pero, sobre todo, el recuerdo más intenso, con el paso de los años, es el deambular por los Campos Elíseos, entre multitud de transeúntes.
Ese es el sentimiento que produce tristeza….ver ciudades muertas donde antes había bullicio, ir y venir de la gente con sus historias su alegría o su pena, su amabilidad o su antipatía manifiesta,con sus prisas o recreándose en sus pasos…..en una palabra VIDA.
No podría explicarlo mejor, Teresa.