Tarde de verano al final de la semana. Familias completas y endomingadas pasean, sin rumbo preciso, por las intrincadas callejuelas de la parte antigua de la ciudad, entre piedras milenarias, restos de murallas que contemplaron impertérritas el trajín de conquistas y palacios que un día albergaron andanzas reales.
He decidido salir de casa de modo apresurado, pues estaba visionando una película donde el malo era tan malo que los sobresaltos proliferaban al tiempo que algún extraño pateaba un cha- cha- cha en mi estómago. No obstante, desde que he cerrado la puerta de la vivienda, mi mente se ha colocado en posición de memoria y llevo un buen rato recordando aquellos malvados de película que me hacían saltar de la butaca. De niño —las recuerdo como si ocurriera hoy—, me impactaron sobre manera la maléfica de “La bella durmiente” y Cruella de Vil de “101 dálmatas”. Más tarde fue la pata de palo del capitán Garfio, de “Peter Pan”. Después, la cosa empeoró cuando la enfermera obsesiva Annie Wilkes, de “Misery”, consiguió que me doliera todo el cuerpo, y con Freddy Krueger, de “Pesadilla en Elm Street”, fueron varias noches sin dormir, con el propósito de que no pudiera entrar en mi habitación. Por supuesto, no puedo olvidar a Chucky, de “Muñeco diabólico” y, últimamente, al payaso Pennywise de ”It ”.
Continuo mi camino, sin prisas, con las manos entrelazadas a la espalda y una elegante visera cubriéndome el pelo que comienza a ralear. Dejo atrás la zona más vetusta de la urbe y atravieso el pequeño parque de altos cedros y césped cortado con pulcritud, donde un gentío retoza sin preocupaciones bajo la sombra de los árboles intentando sacudirse la pegajosa sensación de calor. Al final de la arboleda, entre unos arbustos, veo a unos niños de entre siete y nueve años, jugando al escondite como si no existiera nada a su alrededor, y es en ese instante cuando un recuerdo me traslada a dicha edad. Con más concreción a una céntrica plaza del centro de Bilbao, con forma elíptica, cerca de donde vivía. Jugábamos al escondite. Le tocaba contar a Julen y corrimos a escondernos Lili, Tommy, Elenita y yo. Peggy,la perra de Elenita nos seguía a todas partes y nos descubría. Había pocos lugares donde parapetarse, pero todos estaban entre el césped y, por aquellos años, estaba prohibido pisarlo pero a nosotros no nos importaba. Al menos, hasta ese día o hasta el momento en que surgió la figura del malvado de nuestra película. Todos lo conocíamos. Era el policía municipal “Caraperro”. El malo más malo entre todos los malos. La voz se había corrido y todos lo odiábamos. Alto, enjuto, con los bajos de los pantalones por encima de los tobillos y bajo una gorra de plato. Solo mirarlo daba miedo y si introdujera a todos los malvados que han pasado antes por mi mente en una batidora y los agitara bien, seguro que al final aparecería el policía “Caraperro”. Algunos intentamos salir corriendo, pero no podíamos dejar tirados a los demás. Nos reunió a todos y sin abrir la boca comenzó a tomar nota del nombre y domicilio de cada uno de nosotros. Al siguiente día paso, a primera hora, por cada una de nuestras casas y los padres tuvieron que pagar cincuenta pesetas (de las de entonces) por la multa. Además, la madre de Elenita pagó otras cincuenta pesetas por la perra. Así era, en mi infancia, el otro malvado de mi película.