Estoy en una sastrería, donde un alfayate me está tomando medidas con el propósito de confeccionarme un traje que luciré el próximo mes en una boda, siempre que alguien o algo no lo impida. He elegido un gris marengo porque así podré aprovecharlo en más ocasiones, ya que va bien con cualquier cosa. Está demorándose más tiempo de lo habitual porque me está ajustando las hombreras. Dice que estoy un poco caído de hombros. Lógico—pienso, frente al espejo—, tengo sesenta y dos castañas y, aunque no lo diga el corazón, me delata la fuerza de la gravedad. El hombre está rematando la faena cuando entra un anciano ágil y lúcido que, sin saludar, llega hasta mi lado y le pregunta al sastre si su casulla ya está dispuesta. Me fijo en el hombre con detenimiento y llego a la conclusión de que, sin duda, es un sacerdote. El ayudante se adentra en la trastienda y vuelve con una dalmática verde, en la que no se aprecia ningún desgarro. Tras un rápido vistazo, el octogenario la dobla con esmero, la introduce en una bolsa y abandona la tienda.
Al volver a casa comento el hecho y recuerdo algo que me ocurrió cuando contaba siete años, tras haber tomado la primera comunión de manos del cura calandrajo, de quien les hablé hace algunas semanas. A esos años, mis padres me obligaban a ir a misa todos los domingos y fiestas de guardar, y para controlar que todo lo hacía como es debido; mi padre, cuando volvía a casa, me preguntaba por el color de la vestimenta del cura, a lo que yo le respondía con acierto.
Así fueron transcurriendo los meses hasta que un festivo, camino de la iglesia, me encontré con un par de amigos que me animaron a ir hasta una laguna cercana para hacer saltar piedras sobre el agua. Al principio era reacio, pero sopesando entre el aburrimiento de la misa y la atracción del juego, me decidí por la diversión. Por la pista que llevaba hasta el lago fuimos recogiendo las piedras que sabíamos idóneas para alcanzar el mayor número de saltos. Debían ser lo más planas posible, sin aristas, para que el deslizamiento sobre el agua fuese pleno. Lo pasé muy bien, a pesar de quedar en última posición, pues me faltaba experiencia. Los otros iban todos los domingos. De vuelta a casa me percaté de que tenía un problema y no sabía por donde echarle mano, así que confiaría en la divina Providencia, aunque acababa de dar la espalda a todo lo divino. Cuando mi padre me hizo la pregunta de rigor, el primer color que me vino a la cabeza era el rojo de los pimientos que mi madre estaba cortando en juliana, y así lo solté. Mi padre me miró, asintió y continuó leyendo el periódico.
Mi progenitor no iba a misa, lo que me hizo recapacitar y darme cuenta que podía ser más pícaro que él, por lo que, desde ese momento, domingo tras domingo, me inventé el color de la casulla. No volví a pisar una iglesia hasta años después. Por cierto, tengo el récord de saltos de piedra sobre el agua. Nada menos que once veces.
Jóvenes promesas jajajaja
Tu tampoco lo hacías mal. ¿No es cierto?