Contaba catorce años, había acabado el bachiller elemental y, un día al llegar a casa le comenté a mis padres que no quería seguir estudiando y que prefería comenzar a trabajar. Para ellos fue un gran disgusto—aunque ahora pienso que me conocían bien, y posiblemente pensaron que tarde o temprano retomaría mi formación—, pero al poco tiempo ya estaba trabajando.
Era el hotel más prestigioso de Bilbao, y yo me sentía como la ratita presumida, vistiendo el uniforme azul celeste y los grandes botones dorados que lustraba, a menudo, con las mangas de la chaquetilla. Era un placer hacer recados hasta correos, llevar los partes de entradas a la policía o acompañar a los huéspedes hasta sus habitaciones, explicándoles donde estaba cada cosa, y acabar con una buena propina en el bolsillo.
A los botones, lo que más nos gustaba era acercarnos a las personas famosas o de renombre que aparecían por allí. Aún hoy recuerdo el autógrafo que me firmó el futbolista Kubala, cómo me estrechó la mano el ciclista Eddy Merckx o con qué delicadeza me saludó el entonces príncipe heredero de Japón Akihito. También conocí a bellas actrices, valientes toreros y apuestos galanes de la farándula, pero ninguno me impresionó tanto como Henri Charrière, conocido como Papillon.
Papillon estuvo alojado en el hotel pocos meses antes de morir. Yo ya había leído su primer libro “Papillon” y nada más verlo comprobé que le faltaba la falange de uno de sus dedos como narró en su novela, lo que me hizo pensar que todas las vicisitudes por las que pasó durante los años en los que estuvo preso en varias cárceles eran ciertas. El visitó Bilbao para firmar ejemplares de su última novela titulada “Banco”, que era la continuación de la primera.
Recuerdo que era un momento en que me encontraba ocioso cuando mi superior me llamó para que acompañara al Sr. Charrière hasta uno de los salones y que dispusiera lo que él me solicitara. No tenía ni idea de lo que íbamos a hacer, pero yo estaba emocionado. Se acomodó en uno de los sofás, acercó una mesita baja y abrió una caja grande que alguien había dejado allí. Estaba llena de libros. Tomó uno, lo abrió por una hoja que estaba en blanco y me instó a tomar asiento a su lado. Hablaba un mal castellano pero le entendí que quería que fuera abriendo los libros por esa página para que él fuera firmando los ejemplares y luego los fuera dejando, ordenadamente, en la caja. De ese modo, sin decir una palabra, uno tras otro, fue escribiendo unas palabras que remataba con su sobrenombre. Cuando solo restaba un libro me preguntó mi nombre, yo se lo dije junto con mi primer apellido y él escribió lo siguiente: «Francisco Guttierrez, gracia de tu colaboración conmigo. Simpatía de Papillon», me lo regaló y nos dimos un apretón de manos.
Tardé muy poco en leerlo. Me gustó tanto como el primero, y cada vez que lo cerraba me llegaba su imagen. Sin duda, puedo afirmar que mi afición por la literatura nació ese día, en aquel salón y ante aquel personaje inolvidable.
Extraordinario cuál puede ser un catalizador para cambiar un destino. Me gusto mucho el relato
Me alegro mucho, Immer. Muchas gracias.