Hasta hace un instante tenía la duda de si ingresar a mi madre en una residencia de ancianos o traerla a casa y cuidar, entre todos, de ella. He decidido lo segundo y se lo he hecho saber. Al principio ha respondido con negativas, pero al final la he convencido, y con el cambio de semana llegará para hacer de ella lo que queramos, como le gusta decir. Por supuesto, solo puede traer lo necesario, ya que el espacio es reducido y en él ya convivimos tres vidas y una mascota.
Suena el timbre del telefonillo y todos corremos hacia la puerta para recibir a la abuela; por orden de estatura, mi hija, mi compañera y un servidor, y delante de todos, sentado sobre sus patas traseras, nuestro gato Vespasiano. El pasado mes cumplió noventa y cuatro años, por lo que llega exhausta –vivimos en un tercero y el ascensor está averiado-. De su hombro izquierdo cuelga un pequeño bolso y sujeta, entre las manos, un búcaro dorado con una llamativa cruz negra, donde guarda las cenizas del abuelo desde que quedó viuda, hace diecisiete años. Tras ella, aparece el taxista que la ha traído, con dos maletones donde ha podido guardar parte de sus pertenencias. Llega totalmente agotado, suspirando en el momento de posarlas en el descansillo. Mi madre me hace una seña para que pague la carrera, lo que hago sin rechistar. Ella abre su cartera y le da una propina de un billete de mil pesetas. Nos deja a todos sorprendidos, pero ella tiene esas cosas.
Hemos dejado el recipiente con las cenizas del abuelo en una de las estanterías del mueble del salón, pensando que allí podrían aguantar otro porrón de años pero, siendo preciso, ha resistido dos horas, hasta que hemos escuchado un sonido extraño y al acercarnos a ver qué había ocurrido hemos visto el búcaro hecho pedazos, en el suelo, y el pelo de Vespasiano teñido de gris. Pensaba que aquello iba a representar una desgracia para la abuela, pero, una vez más, nos desconcertó exclamando que ya era hora de desprenderse de él. Mi hija se encargó de limpiar todo con delicadeza y dar un baño al gato.
Esa noche vimos un hecho sorprendente. En una de las esquinas del salón, donde tenía su lugar de reposo, el minino dormía con placidez, pero de una manera algo extraña: permanecía acostado con las patas extendidas hacia arriba, un ojo cerrado y el otro entreabierto. Además, en una de las extremidades se le apreciaba una minúscula herida, a causa del golpe con el jarrón. «Igual que el abuelo. Ha tomado prestado el cuerpo del gato para hacerse presente» expresó mi madre ante la perplejidad de todos.
En el bajo del edificio que habito hay una cafetería, con una terraza que abarca todo lo largo de la fachada. Esta tarde ha subido a mi casa el joven que la regenta para advertirme que hacía un rato que unos clientes habían visto cómo una anciana lanzaba un gato desde una de las ventanas. Lo he buscado por todas las estancias y por todos los rincones infructuosamente. Cuando se lo he comentado a ella me ha respondido que disfrutó de su marido muchos años y que ya no le ofrecía nada interesante.
No supimos más de Vespasiano, pero el otro día, al regresar a casa con mi compañera, vi cómo la pecera de mi hija se hacía añicos contra una de las mesas de la terraza del bar. Miré hacia arriba y vi a mi madre contemplando la calle, con aire distraído.