Septiembre es, sin duda, el mejor mes del año por varias razones. La primera, porque celebro mi cumpleaños—ya voy cumpliendo bastantes castañas y siempre cae algo inesperado y deseado—. La segunda, porque ya no existen las aglomeraciones del estío, y puedo ir a la playa sin la preocupación de tener que caminar y caminar para hallar un lugar en el que colocar la toalla sin que bailen un agarrado mi cabeza y los pies de la vecina. Y la tercera, porque los aficionados al balompié retomamos la placentera actividad de disfrutar de nuestro equipo del alma tras dos meses de apagón futbolístico.
Hoy ha amanecido un día de esos que denominamos espectacular. He mirado a derecha e izquierda y no he vislumbrado ni una nube en el cielo, por lo que me he puesto en camino. Ahora estoy en el arenal de La Espasa, entre las localidades de Colunga y Caravia, en el oriente asturiano. Vengo a menudo, y temprano, porque siempre aparco sin problemas y, además, en el restaurante que hay en primera línea disponen de una amplia y suculenta carta.
Son mil doscientos metros de una a otra punta cuando la marea está baja. La fina arena de un marrón claro está recién allanada por los operarios que ya se retiran, mientras algunos valientes se recrean con su primer baño del día, retando a las frescas aguas del Cantábrico y confundiéndose con los adolescentes que intentan mantenerse sobre sus tablas de surf, sin lograrlo. Todo ello bajo un sol que comienza a calentar y que se refleja en el agua hasta la línea del horizonte. Es temprano y calculo que no habrá un centenar de personas, entre los paseantes y los que están tumbados sobre sus toallas o bajo las sombrillas, por lo que decido recorrerla todas las veces que el cuerpo aguante.
Camino, con paso ligero, por la línea donde rompen las olas, ya que me gusta sentir cómo la espuma me acaricia los pies y salpica mis pantorrillas. Voy despreocupado, intentando ordenar las complicaciones que el inspector Lindabarca—protagonista de mi próxima novela, así como de la anterior—va encontrando en sus pesquisas, cuando de repente, el dedo gordo de mi pie derecho choca con la única piedra que hay en el camino. A continuación, comienzo una danza tribal sobre un pequeño círculo imaginario, dando saltos sobre mi pierna izquierda y agarrando, con fuerza, el pie derecho, cuyo dolor soy incapaz de soportar. Así continuo unos segundos, hasta que no aguanto más el equilibrio y mis glúteos chocan con la arena y quedan a disposición de la siguiente ola. El puñetero dolor dura un buen rato, el tiempo suficiente en que medito qué calificativo utilizar para describir la situación, hasta que lo encuentro: tonto del culo.