01/02/2021 Mario, el fontanero del barrio

Se nota fresco, pero con ropa de abrigo aún se puede tomar un café en una de las terrazas cerca de casa. Estoy ojeando la contraportada de la última novela de Carlos Ruiz Zafón que acabo de adquirir en una librería cercana cuando oigo una voz conocida. Elevo la mirada y veo que viene en mi dirección. Es Mario, el fontanero que nos arregla los desperfectos a los que habitamos en el barrio. Imaginen ustedes: cara redonda, amplio y espeso bigote peleando contra las patillas por un trozo de cara, nariz ancha, la cabeza cubierta con una gorra roja y una caja de herramientas colgada del hombro. ¿Les recuerda a alguien? Esa fue la pregunta que yo me hice, hace un año más o menos, cuando tuve que hacer uso de sus servicios al estropearse el termostato de la calefacción.

Revisó la pieza, comprobó que estaba rota y la cambió por una nueva. Mientras hacía su trabajo hablamos del tiempo, del último partido de la selección y del nuevo presidente del gobierno. Cuando comentó que su nombre era Mario, se esfumaron todas mis dudas. Recordé a Shigeru Miyamoto, creador del videojuego de Super Mario que, sin duda, pensé, se habría inspirado en él. Eran iguales…Bueno, el de mentira no habla y éste no calla. Es de los que, literalmente, te cuentan su vida sin considerar si es interesante o no.

Había ido a la escuela, siendo pequeño. El tiempo justo para aprender a leer y escribir. Después, su padre enfermó y él se convirtió en el sustento de la familia. Más tarde se casó tres veces y tiene dos hijos con su, de momento, tercera esposa. Cuando comprobó que la pieza repuesta funcionaba bien, tomó asiento para confeccionar la factura y, tras echar una ojeada a las estanterías repletas de libros, me confesó que no recordaba haber leído uno en toda su vida, excepto los que utilizó en la escuela. Nunca los había necesitado para ganarse la vida—explicaba sin pausas—, y creía que a sus hijos tampoco les llamaban la atención.

Tomé el que tenía más a mano, titulado “Veinticinco años después de una muerte”, de un tal Patxi Gutiérrez, y se lo regalé a pesar de mostrarse reacio a aceptarlo. Le aboné la factura y fui generoso con la propina, que tampoco quería coger.

Le hice una señal y se acercó, se sentó a mi lado y pidió una cerveza sin alcohol; yo aproveché para tomar otro café. Había transcurrido un año, pero estaba igual que cuando nos despedimos. Acercó su silla a la mía y se ladeó ligeramente como si fuera a contarme una confidencia. «He leído el libro que me regaló y dos más. Tengo la sensación de que he perdido mucho tiempo en chorradas habiendo tantas situaciones y tantos personajes que desconozco y que podían haberme hecho tan feliz como lo he sido este último año, desde que estuve en su casa». Le sonreí y le invité a pasar por casa para tomar prestado cualquier libro, tantas veces como quisiera, pero me contestó que podía permitirse comprar unos cuantos cada año, La vida le trataba bien.

Agradeció esos minutos, se colgó al hombro la caja de herramientas y se despidió hasta otra avería. Estoy seguro de que no tiene idea de quién es el autor del libro que le regalé.

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