Aún no es medianoche, hora en que acostumbro a retirarme. Acabo de ver una de esas películas de suspense con final inesperado y decido cambiar de canales por si surgiera algo interesante. En una de esas cadenas empieza un programa que recuerda algunos espectáculos de los años setenta; en concreto, de los múltiples ventrílocuos que surgieron entonces. Comienza con uno que, con el paso de los años, alcanzó enorme popularidad, y a continuación interviene ella. Ahora no recuerdo su nombre, pero seguro que me viene a la memoria antes de acabar este relato. Es habitual en mí que en el momento en que la oreja roza la almohada caiga en un profundo sueño, pero esa noche y con la imagen de la ventrílocua fue imposible. El pésimo recuerdo que tenía de ella entabló una lucha titánica con el sopor y venció…Ya lo creo que venció.
Transcurrían los albores del verano del setenta y cuatro. Lo recuerdo porque eran los días de los exámenes finales de la Escuela Oficial de Idiomas. Yo contaba diecisiete años y trabajaba en la recepción de un céntrico hotel de Bilbao donde se alojaban, entre otros, políticos, futbolistas, escritores, directivos, actores y algunas personas del espectáculo. Ese día cubría el turno de noche y solo estábamos mi superior y yo. La tarea acostumbrada: alguna entrada tardía, asignar las habitaciones libres a los huéspedes que llegarían al día siguiente temprano y cuidar del reposo y el bienestar de todos.
Fue posterior a las doce, una vez cerradas las puertas de la entrada principal, cuando sonó el timbre y fui a abrir. Allí estaba ella con su inseparable madre que constantemente la acompañaba, siempre malcarada, sin mirar de frente y hablando con tono despectivo. No era la primera vez que se hospedaba. Había actuado en una de las salas de fiesta y rápidamente me entregó el arcón donde guardaba los muñecos con los que hacía el espectáculo para que se los custodiara en la sala de equipajes. Le entregué la llave de la habitación y tomó el ascensor, no sin antes decirme lo siguiente: «He dejado el Mercedes frente a la puerta, después bajaré a aparcarlo».
Yo continué con mi faena hasta que, transcurridas un par de horas, mi jefe se prestó a repasar conmigo algunas dudas que tenía con los verbos de francés, un idioma que él dominaba, junto a otros dos, a la perfección. Estábamos frente a frente, en su mesa, cuando se abrió la puerta del ascensor y salió con ligereza hacia el Mercedes. Al instante, volvió a entrar hecha un basilisco, preguntando donde estaba su coche. Por supuesto, el coche se lo había llevado la grúa municipal. No les voy a explicar los improperios que tuve que oír y el mal rato que pasé. Era la primera vez—y creo que fue la única— que tenía un problema con una huéspeda y no supe ni reaccionar ni exculparme. Fue mi jefe quién me defendió exponiendo que todo había ocurrido por su negligencia y que yo no estaba allí para cuidar su vehículo.
No volví a verla por el hotel. Por cierto, acabo de recordar cual era su nombre, ignoro si real o artístico: Mari Carmen, y sus muñecos eran de madera.