Nuestros hombros chocaron en mitad del paso de cebra y cuando nos volvimos para pedir disculpas permanecimos estáticos durante unos segundos. No nos habíamos visto en los últimos cuarenta y dos años, desde que frisábamos la veintena, así que decidimos entrar en una cafetería y, acodados en la barra, contarnos cómo habían transcurrido nuestras existencias. Pero en vez de hablar de nuestras mujeres, hijos y demás zarandajas; nos dedicamos a recordar las travesuras—debo llamarlas así—, que durante aquella etapa fueron muchas y variadas.
Fermín vivía lejos de aquí, pero visitaba la ciudad con cierta frecuencia para ver a unos clientes que compraban el producto que comercializaba. Llevaba tres matrimonios, dos divorcios, una separación y un hijo de cada uno de ellos, pero lo único que mantenía de todo aquello eran dos gatos siameses que los cuidaba una vecina a la que cortejaba.
Las dos cervezas se convirtieron en media docena y, fuera, las farolas ya estaban prendidas y la noche comenzaba a mostrar su cara. Estábamos a gusto y comenzábamos a mostrarnos eufóricos. El tabernero bajó la persiana hasta media puerta, tal como le obligaba el toque de queda a causa de la pandemia y, al regresar a la barra, nos conminó a que acabáramos la consumición. Mi amigo le miró con extrañeza: comenzaba a estar un poco descontrolado, al igual que yo, por lo que pagamos la cuenta y salimos entre risas. Nos despedimos con un fuerte abrazo y quedamos en vernos la próxima vez que volviera.
Caminábamos en direcciones opuestas cuando gritó mi nombre. Di media vuelta y él llegó a mi altura en pocos pasos, mientras me preguntaba si me gustaba el güisqui. Afirmé con la cabeza y me dijo que tenía una botella en el coche con la que le había obsequiado uno de sus parroquianos, y que resultaría placentero beberla entre ambos. Todo sea por aquellos tiempos—creo que fue lo que le respondí—, y al rato estábamos bebiendo a morro de la botella de Cardhu en su coche, que estaba aparcado frente a las piscinas cubiertas del barrio.
Corríamos el riesgo de ser descubiertos por la policía así que, con la botella mediada, decidimos saltar la pequeña valla que rodeaba el recinto de las piscinas para estar más tranquilos y seguir hablando de nuestras cosas.
La botella llegaba a su fin y el lucero del alba no debía andar muy lejos cuando comenzamos a quitarnos la ropa para lanzarnos al agua y darnos un baño de buena madrugada— más bien mojarnos un poco, pues nunca aprendimos a nadar.
Andábamos entre risas y otras cuestiones políticas en el instante en que alguien encendió unas enormes luces que pendían del techo y que nos causaba tal perjuicio a los ojos que éramos incapaces de mirar hacia el lugar de donde venían las voces que nos invitaban a salir del agua.
Salimos como nos permitió el alcohol, buscando las ropas que no veíamos por ninguna parte, hasta que nos encontramos en calzoncillos ante el guarda de seguridad del recinto y seis policías que habían recibido la llamada de que dos peligrosos delincuentes habían asaltado las piscinas.
Nos dejaron unos chaquetones largos porque estábamos tiritando y nos trasladaron hasta la comisaría, donde nos tomaron nota de una sencilla declaración, por la que esperamos una sanción, mientras me pregunto dónde coño dejamos la ropa.