Lo pensé hace unos días y, por fin, hoy lo hago realidad. Por supuesto, estoy hablando de mi primer viaje pospandemia. He decidido retomar lo que más me gusta y no voy a esperar más tiempo, en cuanto oí en el noticiero que habrían las fronteras y que los aeropuertos ya estaban operativos, me dije, esta es la ocasión.
Lo tenía pendiente desde hace un pilón de años, concretamente tras casarme y disfrutar de una inolvidable luna de miel entre las vetustas calles de sus ciudades más visitadas, desde donde me prometí que volvería algún año. Si no lo he realizado antes es por respetar la máxima de no repetir destino cultural, aunque a veces me engaño y ese precepto me lo paso por ahí. Si no, que se lo pregunten a la capital gala, que cada cinco o seis años me recibe imperturbable, y les mentiría si les dijera que aún no he pensado en volver, de nuevo; no obstante, he aparcado nuestro idilio durante una temporada.
Me he descargado en el móvil una aplicación de viajes que ofrece todo tipo de detalles, tanto de ubicación como lugares de interés, guías de museos y contenidos culturales, Ya quedaron atrás los días en que debía caminar con una mano llena de planos de la localidad visitada y la otra soportando el peso de una cámara fotográfica, haciendo piruetas cada vez que deseaba plasmar los momentos con imágenes.
Me he despedido de mis hijas hasta el regreso, dentro de diez días, aunque hoy día esto podría sobrar, sobre todo teniendo acceso a programas como WhatsApp y Skype, que permiten un acercamiento que nuestros abuelos jamás hubieran imaginado. Pero que quieren, uno está acostumbrado a lanzar besos por teléfono, tal como me han enseñado mis retoños, y no estoy dispuesto a desaprovechar esa buena costumbre.
Reviso, por última vez, la maleta y compruebo que todo está en orden; quizá hay demasiados polos para tan pocos días, pero esa es una lucha que tengo perdida desde que conocí a mi compañera. Compruebo, una vez más, siempre en el móvil, que las tarjetas de embarque están accesibles, así como las reservas de los hoteles de las tres ciudades que visitaré, y concluyo la inspección.
Acomodo el equipaje en el maletero del coche y arranco con esa satisfacción que produce el saber que durante los próximos días conoceré otras gentes y otros lugares, sin recordar las rutinas que me atosigan, día a día. He alquilado, como siempre, una plaza de aparcamiento en el parking del aeropuerto, hasta la vuelta.
La mañana es gris y un pertinaz sirimiri hace que los limpiaparabrisas se accionen a menudo.
Tomo la autopista que me llevará hasta el destino y abordo los últimos kilómetros antes de salir hacia la rotonda que da acceso a las instalaciones del aeródromo. Es en ese instante cuando freno y, sin quererlo, me veo arrastrado por algo muy pesado hasta llegar al centro del jardincillo de la glorieta. Observo que los dos estamos bien y noto cómo las maletas tensan nuestros asientos. El coche parece una acordeón y el conductor del camión de reparto no puede hablar, solo se lamenta.
A la porra Roma, a la porra Florencia y a la porra Venecia. Espero que me dé la bienvenida el mecánico del taller de la esquina.