01/09/2021 La carrera de un padre idiota

Mis padres, como hacen el resto de progenitores con sus vástagos, me inculcaron valores como la bondad, la gratitud, la humildad, la sinceridad y el amor. También me repetían, a menudo, que luchara sin descanso para llegar lo más lejos posible, pero sin hacer trampas ni apartar a nadie del camino.

Se preguntarán porqué les atosigo con estas palabras que casi todos hemos escuchado en la niñez o a lo largo de nuestra existencia. La respuesta está en algo que me ocurrió hace unos días, mientras disfrutaba de mis vacaciones por el sur.

Fue al mediodía del día de San Fermín. Estaba comiendo con mi esposa en uno de los restaurantes que hay a pie de playa en la localidad de El Puerto de Santa María, desde donde se puede disfrutar de las excelentes vistas que ofrece la bahía de Cádiz, con su imponente puente de la Constitución de 1812 sobre las aguas tranquilas y cálidas, a diferencia del Cantábrico al que estoy acostumbrado. Ocupábamos el palco vip, como llamaba Fermín, el dueño del local, a aquella mesa que estaba situada al lado del paseo por donde pasa, en algún momento de su estadía, todo el que visita la zona. A mi derecha, a unos cuarenta metros, en un extremo del paseo, había una caseta repleta de recuerdos del lugar y, un poco más allá, una heladería ambulante (esto último es importante por lo que voy a relatarles).

Llegábamos a los postres tras haber degustado algunas de las maravillas que ofrece el mar por estas tierras cuando por mi izquierda se acercaba un matrimonio joven que llevaba de la mano a un pequeño de unos cinco años. De pronto, el niño suelta las manos de sus padres y le propone a su papá una carrera, entre los dos, hasta el puesto de souvenirs. Él se hace el remolón pero al final accede al deseo del retoño, en parte por la insistencia de la madre.

Si te gano me invitas a un helado de chocolate—lo reta el muchacho.

El padre acepta el desafío y lo invita a que se adelante unos metros para otorgarle una ligera ventaja.

Cuentas hasta diez, en voz alta, como cuando jugamos al escondite, y que mamá nos espere en la meta.

Hasta ese instante todo transcurría con normalidad pero algo iba a cambiar el devenir de tan simpático e intrascendente acontecimiento: los dos estaban en su línea de salida. El pequeño, deseoso de que su padre comenzara la cuenta; la mamá, esperando al lado de la caseta la llegada de ambos; y el hombre, preparado para contar. Uno, dos, tres, cuatro, cinco y diez… La cara del chaval expresaba algo que era incapaz de asimilar. El papá comenzó su carrera sin llegar al final de la cuenta. Superó al hijo y llegó antes al puesto. El peque, tras permanecer unos segundos impasible se acercó hasta los progenitores, que le tomaron la mano y continuaron el paseo como si nada hubiera sucedido. Al llegar a la altura de la heladería, el niño se giró y observó, con deseo, las delicias que él no disfrutaría.

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