Nunca había pensado en ello, ni siquiera lo había imaginado, pero llegó el día y la frialdad, estoicismo, impasibilidad y todas los cualidades que ustedes quieran se fueron a la porra en el momento de entrar por la puerta de la residencia donde dejé a mi madre.
Acababa de cumplir noventa y dos castañas. El declive en los últimos meses se había acelerado hasta el extremo de que ella misma solicitó ayuda, cosa que yo nunca habría imaginado tratándose de una persona con recursos para casi todo. Hasta ese momento, mi hermano se había encargado de cubrir la necesidades más simples, pero los cuidados ya requerían acciones profesionales y nos pusimos a buscar el lugar más propicio para ella.
Intentamos y logramos que además de estar bien atendida, estuviera lo más cerca del mayor número de familiares posible: hijos, nueras y nietas, con la finalidad de que recibiera visitas constantes y no se sintiera sola.
Y llegó el día en que introduje la silla de ruedas en el maletero del coche, la acomodé en el asiento del copiloto, le ajusté el cinturón de seguridad y sin decir una palabra, abandonó la ciudad que durante tantos años la acogió y le proporcionó los mejores momentos de su vida. No podía adivinar lo que estaría sintiendo pero, posiblemente, pensaba que quizá no volvería jamás.
El viaje duró unas tres horas en las que no volvió la cabeza, como si lo pasado ya no estuviera en su cabeza o intentando reafirmar la idea de que lo mejor no tardaría en llegar. Fuera una cosa o la otra, la apariencia era de tranquilidad, guarnecida por el escondido deseo de comenzar una nueva singladura. Mientras tanto, regresaban a mi mente diversas imágenes que creía olvidadas, como el día en que siendo un niño me comunicó que íbamos a vivir a una ciudad muy grande y muy lejana, que no tenía nada que ver con el pueblo que nos había visto nacer; o cuando me acompañó, por primera vez, hasta la puerta del colegio Santa María, en las siete calles, donde alguien me tomó de la mano para acceder al aula y al darme la vuelta continuaba allí, sin moverse y pasando los dedos por los ojos. También recuerdo su alegría el día de mi boda, así como la terrible tristeza que mostró en el funeral de mi padre. Ahora era yo quien carraspeaba para que la garganta no exteriorizara la mía.
En el hall del geriátrico, tras rellenar una retahíla de impresos, le cogí la mano—hacía muchos años que no ocurría—, y una ligera agitación se apoderó de mi cuerpo y su mirada me recordó aquel día, en la puerta del colegio, aunque ahora era yo quién tragaba saliva. Era una despedida hasta el próximo fin de semana en que volvería a visitarla, pero parecía que nunca más volveríamos a vernos. Le di un beso en cada mejilla y se adentró en el centro ayudada por una auxiliar, entretanto su aroma se iba alejando. Ese aroma que solo tienen las madres y que tanto echaba de menos.