Joder, qué suerte tienes. Eso es tener suerte. Cuánta suerte tienes, chaval. Son frases que oigo cada vez que comento con alguien el reencuentro que tuve el otro día, en el botxo, con la cuadrilla de cuando tenía de nueve a dieciocho años; esos años inolvidables que te marcan el camino del resto de la existencia.
Casi logramos el pleno, pero entre una veintena de integrantes siempre hay algunos que, por la razón que sea, no pueden asistir y, claro, los echamos de menos. Habíamos acordado pasar todo el día juntos, desde la hora del vermú hasta que el cuerpo dijera basta. Y así ocurrió. La reunión comenzó con enormes muestras de cariño y alegría (la mayoría no nos veíamos desde hacía más de treinta y cinco abriles), y seguidamente nos interesamos por cómo le iba a cada uno. Todos parecían muy mayores, más que yo, pero seguro que eso mismo pensaban los demás.
La cervecera donde dimos buena cuenta de unos sabrosos pollos estaba al lado de un río y junto a un precioso parque repleto de niños acompañados por sus padres. Las conversaciones transcurrían sin descanso y se entrelazaban con recuerdos de la niñez en los que, más o menos, todos participamos. Tras los postres y unos cuantos chupitos, alguien gritó que estaría bien rememorar un par de juegos infantiles para demostrarnos que el espíritu de aquellos niños continuaba dentro de nosotros.
Una de las chicas, ya señora por todos los costados, dibujó en la acera más cercana a la taberna los cuadrados del juego del truquemé. Todos nos apuntamos e intentamos llegar hasta el final sin éxito; casi todos pisamos alguna raya y alguno resbaló poniendo en riesgo su integridad. Por supuesto, ganaron las de siempre. Nos divertimos como enanos, entre las risas y burlas tanto de padres como de niños que se habían acercado desde la zona infantil, al ver a aquellos abueletes que brincaban sin orden y sin respetar el orden de la fila. Cuando volvimos a la mesa en busca de otra ronda de tragos reparadores, uno sacó un pañuelo de tela, lo agitó extendido y soltó: «¿Quién se anima a jugar al pañuelito? Somos pares.» Todos nos incorporamos como si tuviéramos un resorte, colocándose en una zona las chicas y en la contraria los chicos. En los márgenes, se acumulaba un montón de niños alucinados con lo que estaban presenciando, igual que sus progenitores.
¿Me preguntan quién gano el juego? Nadie, no pudimos acabarlo. Ahora bien, logramos unos cuantos esguinces, torceduras de tobillos, heridas abiertas en las rodillas y agujetas para tres días más. Decidimos, antes de cenar unos pintxos, acercarnos hasta un pub para echar unos bailables, pero a medida que transcurría el tiempo, uno a uno nos fuimos rilando. Los cuerpos no estaban para más emociones.
Lo mejor de todo es que nos hemos propuesto vernos, de nuevo, el próximo mes, y al siguiente, y al siguiente…Cada uno de ellos con diferentes pasatiempos. El siguiente será el escondite y, después, la gallinita ciega.
¿Entienden ahora lo de la suerte? ¿Cuantas personas pueden presumir de mantener una cuadrilla durante toda la vida?