Comienza el partido. Son las nueve de la noche y estoy medio tirado en la chaise longe con un vino crianza rioja y un platillo abarrotado de frutos secos sobre la mesita del salón. Parece que mi equipo, esta nueva temporada, ha comenzado con un poco más de chispa que la pasada.
El colegiado ha pitado el final y hemos ganado a uno de esos equipos que no acostumbran a perder. La catedral impone mucho y esos clubes suelen terminar escaldados. Viendo cómo los jugadores se retiran del campo me viene a la mente un recuerdo de hace algunos años, relacionado con ese deporte que enamora a casi todas las personas.
Vivíamos a finales del mes de agosto del año en que los portugueses superaron la Revolución de los claveles, pocos días después de que el presidente de Estados Unidos —el republicano Richard Nixon—, decidiera dimitir a causa del escándalo Watergate, o de que los franceses llorasen la muerte de su presidente George Pompidou, mientras aquí aún faltaba un año para que el franquismo dejase de estorbar. No hagan cábalas ni intenten asociar los hechos, se lo descubro yo: hablo del año1974.
Trabajaba en el hotel Carlton, en el centro de Bilbao, que entonces estaba dirigido por Don Manuel Padín, con el que a lo largo de un año hablé solo en dos ocasiones, una cuando me contrató y la otra cuando se despidió de todos para regresar a su añorada Galicia. Estábamos en medio de las corridas de toros generales de la Semana Grande y el ambiente entre los dirigentes no era muy agradable, pues era el segundo año consecutivo en que los toreros y sus cuadrillas habían decidido alojarse en el cercano hotel Ercilla, inaugurado dos años antes, rompiendo con una tradición de muchos años y que daba un gran prestigio al establecimiento. Digo los dirigentes porque los empleados, la mayoría jóvenes, pensábamos en otras cosas. Como ocurre en casi todos los ramos, teníamos muchos conocidos entre los trabajadores del hotel que quitaba el sueño a algunos, y estábamos en contacto para jugar un partido de futbol entre ellos y nosotros, con el fin de crear unos lazos que parecía difícil lograr.
Transcurrió un tiempo y acordamos jugar el encuentro una semana antes de Navidad. Ya teníamos decidida la alineación: Carmelo, Fermín, Zamorano, Amancio (no era el del Madrid, éste era mejor) y así hasta once. Los hoteles se encargaron de las equipaciones, al tiempo que el ambiente se caldeaba y parecía que estaban en juego tanto el honor como el futuro de ambas empresas. El trofeo fue la única adquisición que hicimos los empleados.
Y llegó el día esperado. El lugar elegido fue el campo del colegio de los Salesianos de Deusto. Amaneció una mañana fría y, como eran fechas de poca actividad, el director ofreció la mañana libre a la mayor parte de la plantilla, por lo que había bastantes personas dispuestas a presenciar el choque, o lo que fuera. El autobús nos llevó hasta la puerta del vestuario. Nos acompañaba el maître, que hacía las veces de entrenador. No recuerdo su nombre pero era como una roca, con más de dos metros y ancho como tres de nosotros.
Una vez uniformados y ya dispuestos a cumplir nuestro propósito, que no era otro que la venganza eterna ante los que nunca debieron trabajar para el Ercilla (fue lo que nos inculcaron en las fechas precedentes), el maître nos endiñó, a cada uno sin excepción, un chupito de la botella de güisqui Dyc que llevaba en el bolsillo del abrigo—«para que comencéis calientes»—. Cuando el árbitro pitó el final de la primera parte ya ganábamos por un gol de diferencia. La roca nos felicito y nos instó a seguir jugando como hasta entonces al tiempo que preparaba otra ronda de chupitos y abría otra botella—«para que no os quedéis fríos»—. Finalizó el partido y lo ganamos sin problemas. Nos entregaron el trofeo que habían custodiado ellos y, al llegar al vestuario, el responsable vació el resto del güisqui en la copa y entre cánticos nos duchamos y vestimos para volver a casa.
El autobús que nos llevaría hasta el hotel se retrasó un poco y cuando apareció subimos las escaleras a gatas y no dejamos una bolsa sin utilizar.