Se acercó a mí por la espalda y, dándome una palmada en el hombro, me preguntó, casi afirmando, si era Patxi, el contador de historias que había estudiado Turismo en la Universidad de Deusto. Dejé el zurito sobre la barra al tiempo que asentía con la cabeza y me coscaba del lunar que lucía en el párpado derecho, una mancha que había crecido bastante desde que la conocí en la cola de la secretaría de la facultad. Coño, Luisa…no has cambiado nada—mentí—, por supuesto que soy yo.
Era la empollona de la clase, pero mantuvimos una buena amistad durante los tres años que fuimos compañeros. Creo que nunca nos volvimos a ver. No lo digo con seguridad pues en la presentación de “Veinticinco años después de una muerte” me pareció verla sentada al fondo de la sala.
Tras saludamos, me comentó que trabajaba de directora en un prestigioso instituto de la villa y que unas semanas atrás le había ocurrido un hecho de esos que nos gusta oír a los que narramos cosas, así que nos citamos para cenar al día siguiente, sábado.
«Recibí la llamada telefónica—explicaba con parsimonia, haciendo una pequeña pausa entre las frases y mirándome a los ojos casi sin pestañear—de una persona que se hacía llamar Federico Crespo, a quien no conocía, rogándome que le recibiera en mi despacho y que nunca me arrepentiría de escucharle. Ante tanto misterio, que no descubrió por más que le insistí, accedí a verlo una vez finalizada mi actividad lectiva. Tomó asiento y dejó sobre la mesa un paquete pequeño forrado con papel de regalo. Aparentaba unos sesenta años y el pelo cano raleaba por doquier. Comenzó a hablar de lo bien que lo pasó en su niñez, jugando al fútbol en el patio del instituto junto a otros niños, aunque no solo jugaba a la pelota, también buscaba aventuras. Uno de esos días decidió adentrarse en el centro y descubrir, al amparo de la semioscuridad y junto a dos amigos— eran los tres más intrépidos de la cuchipanda—estancias que desconocía. Se sentían como Indiana Jones (aunque faltaran algunos años para conocerlo) y solo pretendían no ser descubiertos por alguno de los bedeles. Ascendieron por unas escaleras laterales al primer piso, donde encontraron una vetusta puerta aparentemente cerrada; no obstante, fue suficiente un leve empujón para que ésta se abriera de par en par y, a partir de ahí, ocurrió lo mejor —tal como lo detallaba, parecía que había ocurrido el mes pasado—. Siempre me había gustado leer, me apasionaban los libros y tras cruzar esa puerta permanecí perplejo largo rato al verme rodeado por multitud de estanterías repletas de libros que aguantaban velos de polvo. Estábamos en un anfiteatro desde donde se podía observar, gracias a los haces de luz que penetraban por las claraboyas, la planta inferior abarrotada también de ejemplares. Lo mejor fue comprobar cómo alguien había dejado una fuerte soga colgada hasta el suelo de la biblioteca. Sin pensarlo descendimos por ella y, tras echar un vistazo, salimos por otra puerta que comunicaba con el gimnasio y, desde allí, de nuevo al patio.
En ese instante hizo una pausa y, señalando el paquete con papel de regalo, me hizo un gesto para que lo abriera. Eran dos pequeños libros: “Los labios del monte”, un poemario de Ramón de Basterra, edición de 1925, y “La del dos de mayo”, obra teatral de los hermanos Quintero, edición de 1920. Lo miré con extrañeza y me respondió que nunca debió sacarlos de allí y que es donde deben estar. Se levantó, me extendió la mano y abandonó el despacho, sin más».