15/12/2021 El momento de nacer importa

Las pasadas vacaciones alguien me habló de una pareja de mellizos que estaba celebrando los quince años de edad. Nacieron en una gran ciudad, primero él y luego ella; además, como si se tratara de una serie televisiva, sus vidas transcurren en un imaginario paralelo. Desde que comenzaron a ir a la guardería han permanecido juntos, han llorado, reído, atravesado cortas enfermedades, aprobado y suspendido asignaturas… pero siempre unidos. Nadie recuerda un día en que no ocupasen el mismo pupitre o no estuviesen separados solamente por escasos centímetros. Algún maestro iluminado intentó desunirlos, no obstante tuvo que rendirse ante la negativa estoica de ambos.

«Claro—me digo sonriente—, han tenido mucha suerte por haber nacido hace tan pocos años. Si lo hubieran hecho cuando mi madre me parió a mí seguro que sus vidas no serían tan plácidas». No lo digo por el momento sino por las circunstancias, y me explico: En primer lugar, desde el instante en que hubieran asistido a su primera clase, un educador con bata blanca los habría obligado a ocupar asientos distantes. Él en las primeras filas y ella en la parte posterior del aula, sin que hubieran valido para nada los llantos y las quejas. Tampoco se aceptaban iniciativas paternas que pudieran quebrar los mandamientos escolares de un régimen arisco. Por supuesto que se habrían acostumbrado como lo hicimos los demás pero, a partir de entonces, para ellos todo habría sido diferente.

En la actualidad, los dos cursan estudios en el instituto y, en eso, también habría sido de otro modo: Nadie podía imaginarse un centro de ese calibre con chicos y chicas juntos, y no me refiero a compartir mesa o, incluso, aula. Por entonces, nuestra pareja ni siquiera se vería en horario escolar, ya que habrían conocido un instituto masculino y otro femenino. Tampoco disfrutarían juntos del recreo, pues cada edificio tendría su patio.

Ese divorcio no habría acabado en los momentos de ocio—como quizás estés pensando—pues los sábados por la tarde era habitual, entre los jóvenes de su edad, ir al cine tras comprar las chucherías de entonces. Las butacas de las salas estaban divididas (del mismo modo arriba que abajo) en dos partes perfectamente diferenciadas. Siempre era igual: Las chicas a la izquierda y los chicos a la derecha. En la última fila se situaba uno de los acomodadores con la finalidad de invalidar los sueños de aquellos que tuvieran el valor de cruzar la línea.

Aquello hacía que los jóvenes estuvieran mas salidos que una cuadrilla de monos al mediodía, pero también tenían herramientas para acallar la testosterona que les gritaba a través de todos los poros. Casi siempre era los domingos por la tarde, coincidiendo con las salidas de cualquiera de sus padres. Tomaban posesión de la sala más grande de la casa, dejaban en una de las esquinas las bolsas con las mirindas y la botella de ginebra o lo que alguien hubiera adquirido y, a continuación, elegían al pinchadiscos que estaría toda la sesión animando el cotarro. El resto de personal contaban los minutos para que llegara el momento de los agarraos y poder, al menos, enlazar sus cuerpos con alegría.

Mientras escribía estos párrafos me ha telefoneado el padre de los mellizos para comentarme, entre otras cosas, que sus vástagos se han enfadado y llevan dos días sin hablarse.

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