Me he entretenido curioseando las novedades editoriales que había en las estanterías abarrotadas de la librería del centro y se me ha hecho tarde. La reunión de la comunidad está prevista para dentro de media hora y si quiero llegar a tiempo debo tomar un taxi e instigar al conductor para que acelere más de lo acostumbrado.

Me ha tocado el charlatán que conozco muy bien, pues no es la primera ni la segunda vez que me acerca a casa. El tránsito a esta hora es agobiante y Federico González Castaño—así reza en la credencial pegada en el salpicadero—lanza improperios a diestro y siniestro sin importarle mi presencia. Sé que no voy a llegar a tiempo, por lo que me relajo y apoyo el cogote en el reposacabezas intentando, sin éxito, no escuchar los dicterios.

Calculo que estamos a unos cien metros de la rotonda donde comienza el edificio que habito cuando veo que una muchedumbre se agolpa alrededor de un portal que hay entre una peluquería y una confitería. Unos miran con curiosidad hacia arriba como si esperaran que alguien cayera al vacío mientras otros comentan algo inaudible al tiempo que señalan tanto la peluquería como el interior de la entrada de la casa. Los coches que nos preceden se han detenido ante lo que parece una situación morbosa creando más nerviosismo, si cabe, a Federico, que oprime la bocina sin que nadie le haga caso. Me indica que pasó por aquí hace una hora y ya había personas interrumpiendo el tráfico. Al parecer, la peluquera, que habita el segundo centro, se ha cargado al marido que le hacía la vida imposible me comenta mientras decido pagar la carrera y bajarme allí mismo, ya que llegaré antes caminando.

No me queda otro remedio que pasar entre la multitud en el instante en que unos empleados de la empresa funeraria abandonan el portal con un cuerpo inerte que introducen en una furgoneta con cristales opacos, mientras dos mujeres se persignan y una le explica a la otra que es una pena que una mujer tan joven nos deje por la puta droga. Continúo mi camino y a pocos pasos un anciano me detiene y me pregunta qué es lo que ha ocurrido. Le respondo que no tengo ni idea, pero no he acabado la frase cuando un señor de mediana edad que estaba observando el escaparate de la confitería se vuelve y le dice que su vecino se ha caído por las escaleras y se ha abierto la cabeza sin que los sanitarios hayan podido hacer nada por salvarlo.

Después del latazo de la reunión de propietarios de ayer, hoy he madrugado para bajar a comprar el pan y los periódicos locales. Ahora estoy parado ante la puerta de casa, con las llaves en la mano y leyendo perplejo la noticia sobre el tumulto de ayer en la primera página de uno de los diarios: “Anciana de 87 años fallece a causa de la mala combustión de un calefactor. Al parecer la mujer tenía desgarros en brazos y piernas provocados por la locura del perro que también murió”. La crónica continua pero quiero evitar más descripciones repulsivas.

Ignoro que conclusiones sacaréis de todo esto, pero yo extraigo dos: no voy a expresar nada respecto al acontecimiento y las diferentes versiones—me la guardo—; no obstante, estarán conmigo en que podríamos regalar al fenómeno que firma la crónica, entre todos, un calefactor de gas y esperar que la diosa Fortuna decida hacerle una visitilla.