Como cada año por estas fechas estoy haciendo limpieza de cajones. Voy habitación tras habitación, mueble tras mueble, rompiendo todo aquello que ya no tiene razón de seguir existiendo. Me refiero a facturas de compras, comprobantes de transacciones, ideas plasmadas en papel que no han superado esa fase, tarjetas de personas que deseo olvidar, etc.
Siempre dejo para el final uno en el que guardo una caja de zapatos repleta de objetos que me proporcionan gratos recuerdos: un llavero, unas canicas o una foto de cuando cumplí catorce años. Junto a ellos, la carta fechada en febrero de 1938 que desdoblo para leerla una vez más mientras compruebo que está cada vez más amarillenta, con algunos cercos de moho y la letra refinada que va perdiendo luminosidad.
“Querido Anselmo: Hoy hace ya un año y cuatro meses que aquellos hombres te arrebataron de mi lado sin lograr que mi amor por ti se haya extinguido; más bien diría que cada minuto que transcurre sin tenerte cerca se convierte en un eslabón más de esa cadena que algún día nos rodeará para que nadie vuelva a separarnos. Te añoro tanto que no hay día en que no me encierre durante unos minutos, lejos de la realidad lastimosa, cierre los ojos, y reviva los momentos más dichosos que pasamos juntos. Seguro que, muy pronto, quién te retiene permitirá que vuelvas con tu familia y que todo vuelva a ser como antes del comienzo de esta atroz contienda, porque se dará cuenta de que eres una persona benevolente que nunca ha lastimado a nadie.
Nuestra hija continua creciendo con salud y con la alegría que tratamos de darle todos los que la rodeamos. Todas las noches, cuando la acuesto, le muestro una foto tuya para que no te olvide y el día que puedas volver a abrazarla no te extrañe. Puedes estar tranquilo, porque nunca le falta un vaso de leche y, con los animales de casa, siempre hay en la mesa un par de huevos y verduras del huerto. Los vecinos y parientes más cercanos tampoco permiten que pasemos hambre.
Si te preguntas qué es de mi, te respondo que intento llevar mi enfermedad lo mejor que me permite el tiempo, que no es bueno en estas fechas. La humedad y el frio me oprimen los pulmones y me cuesta respirar, impidiendo que haga algunas tareas necesarias para que la nena esté bien atendida, aunque mi madre, siempre que puede, me ayuda todo lo que le permite la edad.
Solo tengo el anhelo de que muy pronto aparezcas por la puerta, siempre está abierta, y la cierres tras de ti para que nadie vuelva a separarnos y podamos vivir los tres como soñábamos poco tiempo después de conocernos. Recuerda siempre, estés donde estés, que estamos esperándote y que el amor que sentimos hacia ti nadie puede superarlo. No te mando besos porque no hay papel suficiente en el mundo para escribir todos los que te daría. Prefiero guardarlos para cuando estemos juntos, de nuevo. Te quiero mucho, mi amor”
Nunca he sabido si Anselmo llegó a recibirla o si Lucía —así se llamaba ella— la envió. Es más, ni siquiera he podido saber cómo llegó hasta casa de mi madre, donde la encontré. No obstante, al final de la misiva escribí hace años unas frases tras hacer algunas averiguaciones entre las personas mayores de la zona: no se supo nada más de la vida de Anselmo. Lucía falleció de tuberculosis antes de acabar la guerra. La hija —Elena— vive en Barcelona.