El otro día, en el telediario de la noche, vi unas imágenes que me sorprendieron. Unos jóvenes, casi niños, eran adiestrados por experimentados militares para una guerra que creen cercana. El comentarista relataba que todos eran voluntarios. Los jóvenes portaban armas de madera pero las caras y los gestos dejaban entrever que no les importaba. Copiaban todos los movimientos y gesticulaciones de los instructores: «Ahora caminamos con pasos firmes y el arma bien pegada al hombro; a continuación, apuntamos al enemigo y disparamos las armas; con posterioridad, nos tumbamos sobre la tierra y nos levantamos, de nuevo, para repetirlo todo.»
Armas de madera… ¿A qué me recuerda eso? ¡Claro! A mi niñez, sin duda, pues todos teníamos una. La mía me la había labrado mi padre; era un revolver que yo creía similar al que llevaba Gary Cooper en las películas, aunque por más que intentaba darle vueltas con el índice en la abertura del gatillo jamás lo logré. Otros tenían rifles y, los menos, algo parecido a una metralleta, con el depósito de las balas redondo, o casi.
A diario jugábamos a la guerra y a policías y ladrones. Siempre salíamos victoriosos los mismos, porque perdían los de siempre: los gorditos. Cuando había que elegir a los ladrones, los nombrábamos a ellos porque corrían menos que el resto, y cuando era a la guerra siempre los matábamos con un balazo entre ceja y ceja. Como se debe matar a los gorditos, decía Joaquín. Y es que los niños éramos bastante cabritos — digo esto por no soltar lo que están pensando ustedes al leer esto—. En cuanto veíamos a uno que se salía de los cánones de finura nos cebábamos con él. Hoy, sin embargo, están más concienciados con el respeto al compi —creo yo—. Sea como sea, ¿Quién juega ahora a esos pasatiempos?
Pero no quería hablarles de mi niñez, sino de las guerras. Porque conflictos ha habido y habrá muchos, y siempre terminan del mismo modo: con muchos muertos, porque el que está en medio o en los alrededores de las descargas es posible que no lo cuente, como le pasó al pobre Delfín. Es la historia de un anacoreta—me contaba mi padre que le relataba su padre, es decir, el abuelo que no conocí—que fue llamado a filas para luchar contra el ejército rojo, porque estaba en la zona nacional. Delfín no era de líos, por lo que en cuanto pudo abandonó el fusil oxidado que le habían otorgado y desertó. Para que no lo apresaran vagó por los montes durante meses, alimentándose de frutas y pequeños animales que cazaba. Un día, mientras dormía fue hecho prisionero por varias personas que resultaron ser soldados republicanos. Por lo tanto, había entrado en zona roja sin saberlo. Lo llevaron a un campo de futbol donde estuvo confinado poco tiempo, pues pronto llegó el ejército nacional y quedó liberado. A los pocos días los vencedores celebraban la victoria con un desfile y Delfín se encontraba presenciándolo entre la muchedumbre. Al paso de un camión con el remolque repleto de soldados, un niño tras una pelota se cruzó delante y el conductor frenó con estrépito, momento en que se oyó un disparo—sin saber de quién ni de dónde procedía—y Delfín cayó sin vida al suelo. Ese hombre—concluía mi progenitor—estaba donde no debía, viendo lo que no debía y murió como no bebía.