15/03/2022 Dos solomillos al foie

La semana pasada visité a mi hija, que trabaja desde hace unos meses en San Francisco, en una de esas empresas enormes con tentáculos por los cinco continentes. Una de las atracciones que tenía señalada en rojo en el mapa para no perdérmela era el Golden Gate Bridge, pero no contaba con el inconveniente que supone la niebla en esa maravillosa ciudad. Al fin, el día anterior de volver a casa amaneció con un cielo totalmente azul y sin nada que entorpeciera las maravillosas vistas que todos hemos apreciado en postales y fotografías.

Como la peque vive cerca del parque donde está el presidio, decidí ir caminando, ya que disponía de un montón de horas antes de que acabara su jornada laboral y volviéramos a juntarnos. El camino era agradable y la temperatura aceptable para la época. Mi pretensión era cruzar el puente andando y volver en transporte público. Con el fin de no despistarme a la vuelta llevaba una chuleta con los números de autobuses que pasan cerca de su casa; era la última jornada del viaje y nos despediríamos con una cena de productos típicos de la zona.

La arboleda estaba casi vacía: había algunos jóvenes corriendo con ropa deportiva, otros con bicicletas de paseo y, en una de las esquinas, entre variados elementos de gimnasia, dos treintañeras ponían a tono sus musculaturas. Cuando viajo siempre acostumbro a salirme de la norma para encontrar alguna aventura que me haga recordar que conservo las peripecias del niño que fui, por ello tomé un camino hacia la derecha que me llevaría, al menos eso creía, hasta la orilla de la bahía y desde allí llegaría a mi destino. Así fue, desemboqué en un estrecho camino paralelo al mar, entre una solitaria playa y altos matorrales. El puente se veía aún lejano pero tampoco tenía prisa por llegar. De los pequeños auriculares que siempre me acompañan en las largas caminatas salía una alegre canción de Coldplay que interrumpí voluntariamente al ver que frente a mi, a unos treinta metros, había tres hombres con aspecto desastrado que no tenían intención de permitirme pasar. Me detuve a pocos pasos de ellos y el del centro, con perfecto castellano, me instó a que les entregara el teléfono y la cartera. Eran jóvenes, si decidía dar la vuelta y echar a correr me alcanzarían en un santiamén. Tomé la decisión más acertada: lancé el teléfono con toda mi fuerza a los matorrales y la cartera hacia el arenal. No lo pensaron y corrieron como posesos hacia la playa, momento que aproveché para acelerar el paso mirando atrás cada pocas zancadas. Sentía el corazón latir con rabia cuando me percaté de que había sido solo el principio, ya que un grupo de personas venía en mi dirección y no apreciaba buenas intenciones. No había escapatoria, así que continué caminando hasta que frenaron su marcha y, como si fuesen hijos de la misma madre, el más alto y fornido me solicitó la cartera y el teléfono. Les dije que ya había pasado por caja, a lo que me respondieron que portaba un bonito reloj y una reluciente alianza. ¿Se imaginan lo que hice? Pues eso mismo, los arrojé a la playa y salieron todos menos uno escopeteados a por el tesoro. El que no se inmutó extrajo una chaira del bolsillo de la gabardina y se abalanzó sobre mi con ánimo de mandarme al infinito.

«Vaya bote que has dado», fueron las palabras que dijo mi compañera mientras pasaba la mano sobre mi frente perlada de sudor. Entonces recordé aquello que mi madre siempre me repetía: «nunca cenes más de lo que debes, pues tendrás pesadillas».

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *