Acostumbrábamos a salir de casa los viernes, antes del anochecer, con el propósito de hacer noche en el refugio: un caserío abandonado en el valle, entre las imponentes paredes. Los fines de semana nos citábamos allí una veintena de jóvenes que amábamos todo lo relacionado con la montaña, y la escalada era el apéndice más valorado. Las noches eran moviditas: nunca faltaba la música de Bob Marley, Loo Reed, Dylan, Stones, etc. Por supuesto, se bebía, fumaba y lo que surgiera. Casi todo menos dormir. ¿Quién pensaba que a la mañana siguiente todos los sentidos estarían colgados de una pared rocosa? Éramos adolescentes y nada ni nadie nos detenía.
Una vez amanecido, nos encaminábamos hacia la zona de Labargorri, donde se encontraban las vías que más emoción nos transmitían. “La Roja, la María Chimenea y la Plátano”, eran las preferidas por el grupo. No entrañaban excesiva dificultad y, para unos aficionados como nosotros, eran perfectas. Íbamos en cordadas de dos, por lo que en muchas ocasiones nos mezclábamos y recuerdo más de una en que conocías al compañero en el momento de asegurarte la cuerda. La cordialidad reinaba entre todos y al tratarse de un deporte de superación y no de competición, el compañerismo estaba asegurado. No se consideraba llegar a la cima antes que el grupo que trepaba por la vía paralela sino llegar y disfrutar de la escalada. Convenía rematar la pequeña hazaña antes de que el sol llegara a lo más alto, ya que las rocas están orientadas al sur y al mediodía se suda en exceso.
Allí arriba, cuando estás colgado de la pared, pendiente de fisuras, salientes y, sobre todo, de la concentración y habilidad del compañero, se te olvida todo lo que el día a día te depara y entras en una especie de anacusia solo interrumpida por el choque de los mosquetones contra la roca, algún graznido lejano o el grito de “piedra” en lo más alto. Todo eso desaparece en el momento en que llegas a la cumbre y te sale un suspiro profundo de bienestar y alivio. «Lo he logrado, una vez más», te repites unas cuantas veces, demostrándote que de esa misma manera puedes lograr todo lo que te propongas.
Fueron un par de años memorables, les comentaba a mis hijas, el pasado mes, cuando nos acercamos hasta allí. Hacía décadas que no visitaba la zona. Todo estaba muy cambiado: la cantera parecía integrada en el paisaje, nuevas arboledas habían sido plantadas y los árboles que ya conocía habían crecido mucho, el riachuelo cercano que siempre había que saltar para ir a la otra orilla no llevaba agua; y el refugio que tantas noches me acogió y en el que tantas fiestas celebramos ya no existía. Únicamente las enormes paredes de roca por las que tantas veces subí estaban intactas.
Era un día entre semana, por lo que apenas había gente por los alrededores. Nos acercábamos a una de las paredes por la que acostumbraba a hacer rápel, mientras les comentaba que nunca vi ni tuve constancia de ningún accidente. Sin duda, es uno de los deportes más seguros; al menos, eso había creído hasta entonces, porque al llegar a la roca vimos una placa en conmemoración de un escalador fallecido en ese lugar.