01/05/2022 La reparación de las almas

No recuerdo la cantidad de veces que he visitado el lugar; probablemente una decena, y siempre experimento la misma atracción. Me refiero al monte de Santa Tecla, en el municipio de A Guarda, dentro de la provincia de Pontevedra, y el punto más suroccidental de Galicia.

Accedo desde la urbe por una carretera intrincada, custodiada por carballos y eucaliptos que, entre sus ramas, permiten entrever lo que más tarde podré contemplar con deleite. Cuando llego a la cumbre no me queda más remedio que lanzar un grito de admiración ante lo que presencio, aunque mi memoria ya lo tenga bien asimilado: a una altura de casi 350 metros diviso el estuario que forma el rio Miño, así como el instante en el que tiende la mano al océano Atlántico. Frente a mi, las playas interminables de la vecina Portugal, lanzan el mensaje de que allí también disfrutan de un panorama alucinante. Hoy no está el cielo despejado, pero en otras visitas he suspirado de emoción viendo la puesta de sol en el horizonte del mar.

A ambos lados de la calle principal, desde los tenderetes de recuerdos me ofrecen todo tipo de suvenires, de camino a la cumbre en la que una coqueta cafetería calma mi sed. A través de sus ventanales se observan los cuidados edificios del pueblo marinero de A Guarda. Al salir, veo como una desmedida muchedumbre se amontona alrededor de una capilla, e incluso llega hasta el castro galaico que permaneció ocupado durante los siglos primero, antes y después de Cristo—según data de los expertos—, y que recibe tales cuidados que asemeja la localización de una película hollywoodiense.

Inmediatamente me percato de lo que va a acontecer: estando cercanas las fechas de la Semana Santa y la frágil campana de la ermita repicando con júbilo, barrunto la cercanía de una procesión por los alrededores. Me posiciono muy cerca de la entrada del templo en el preciso instante en que cuatro acólitos, vestidos con ropa talar, cargan con un pequeño altar religioso sobre el que descansa la talla de Santa Tecla. Detrás, el cura que oficia misa en fechas señaladas lanza letanías con voz queda que apenas escucho. La multitud es sabedora de aquella demostración religiosa ya que han formado un pasillo alrededor de la iglesia, por donde discurre, sin que estuviera previamente señalada. La manifestación avanza con parsimonia, deteniéndose de vez en cuando para que el sacerdote lance agua bendita al público con el hisopo plateado. Cuando los ayudantes que portan el paso están a punto de cruzar el umbral, de regreso a la capilla, el que aguanta la parte derecha tropieza y se cae. El resto de compañeros intenta impedir que la figura de la santa llegue al suelo pero es demasiado tarde. La imagen se voltea y la cara rebota en las rústicas baldosas ante los lamentos de los que estamos más cerca. El cura se acerca para comprobar los daños y aprecia un desconchón en la cara. Como todo está ocurriendo a mi lado, me atrevo a preguntarle si habrá posibilidad de recomposición. Él me observa y mostrándome el trozo desprendido me responde: «Llevamos más de dos mil años reparando almas, así que para esto invertiremos unos dos meses. No obstante, si desea que tardemos menos pase al interior y deje un donativo en el cepillo». Doy media vuelta pensando que si no me han necesitado durante un porrón de años, tampoco me necesitan ahora.

Me siento en un banco, frente al proceloso mar y disfruto durante largo tiempo del ir y venir de las olas sobre las arenas doradas de las playas portuguesas.

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