01/06/2022 El trolebús rojo

Desde hace unos días estoy seleccionando documentos, o quizás deba decir rememorando la vida del Bilbao de los años setenta del siglo pasado, con el propósito de ambientar mi próxima novela—que me alejará del negro—. Entonces sumaba unos trece o catorce años y un flequillo rebelde cubría mi sien derecha. Aún vestía pantalones cortos, aunque la pelusa campaba por doquier e intentaba esconderla con unos calcetines altos, casi hasta las rodillas.

En un álbum de fotos del transporte público que primaba entonces, en la última página antes de la contraportada, apareció el que mi memoria guardaba como uno de los recuerdos más admirables y que me acompañó durante casi toda la década: la foto de un trolebús con el número cuatro, que hacía el recorrido desde el barrio de Recaldeberri hasta la calle Castaños. Era de dos pisos, pintado de un llamativo color rojo y las dos astas apuntando hacia el cielo. “Jabón Chimbo…y también escamas” era el eslogan que separaba las dos plantas.

Algunas tardes de verano, la cuadrilla en pleno, tras reunirnos como era costumbre en la plaza Eguillor, nos trasladábamos al monte Archanda (aún no lo escribíamos con tx) para pasear un rato, patinar en la pista de hielo, contemplar las impresionantes vistas del bocho y tomar una Mirinda en alguno de los merenderos. De la plaza íbamos hasta la parada que había a la puerta del instituto, donde tomábamos el bus, mientras mi madre nos saludaba desde el balcón—vivíamos en el edificio Guridi, frente al insti—. Cuando llegaba, subíamos por la escalera de caracol para ocupar los asientos delanteros, donde nos sentíamos conductores sin volante y nos encantaba ver todo el trayecto sintiéndonos privilegiados. A la altura del edificio de Iberduero, como era costumbre, comenzábamos la cuenta atrás diez, nueve, ocho, siete…para hacer coincidir el cero con la esquina de Astarloa con la Gran Vía, donde siempre se salían los troles de su cable y el autobús se paraba. Entonces el pica—como llamábamos al expendedor de billetes—bajaba y, tras colocarse un guante de cuero, comenzaba la tarea de volver a unirlo con el cable. A veces lo lograba a la primera, pero otras tardaba en atinar y entonces comenzábamos a patear el suelo con estrépito, hasta que nos llamaban la atención.

Nos apeábamos en la última parada, muy cerca de donde partía el funicular hacia el monte. Sacábamos los billetes y nos situábamos a la cola. Cuando llegaba el funi y nos dejaban pasar, corríamos hasta el primer vagón para salir los primeros al llegar arriba. Era penoso comprobar la cara del maquinista, que siempre era el mismo, cada vez que nos veía, pues sabía que el trayecto iba a convertirse en una pesadilla ya que los acelerones y frenazos hacían que nos abalanzáramos sobre él. A menudo nos amenazaba con tirarnos en marcha, pero no le servía de nada. Nos sentíamos adultos en un mundo de chavales que estaba hecho a medida para nosotros. Al llegar a Archanda comenzaban nuevas aventuras, bien a base de culadas sobre el hielo, experimentando sensaciones nuevas o acercándonos a los peligros que entonces no eran. Éramos felices, fuéramos al monte, a la playa, o a la Conchinchina.

Seguro que tanto la documentación que estoy descubriendo como los recuerdos que van aflorando van a dulcificar el camino de próximas escrituras.

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